Tengo que revivir aquel tiempo hermoso con el flou de la bruma de la memoria de los cuarenta años trascurridos, confiando en que no me traicione, pues es sabido que “la mente es como un paracaídas: si no se abre, es inútil”. ¡Y empiezo bien: no recuerdo quien lo dijo!
Hablo de noviembre de 1975 -muerte y entierro de Franco, en el que nadie rechistó: han hecho falta cuarenta años para que Sánchez se encapriche; y coronación de un rey- hasta julio de 1985 -firma de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea-, el periodo de la Transición.
¿Cómo vivimos en Almería durante la larguísima agonía del dictador, qué miedo o esperanza teníamos, cómo era la vida en aquella Almería tan pequeña, cerrada, plácida, una auténtica isla de la calma separada de España por un ferrocarril y una carretera?
Anna María y yo teníamos dos hijos, Fausto y Cristina, de cuatro años y dos meses de edad. Vivíamos en una casa hermosa, en el Parque, y viajábamos en un Mini azul, que conservo, ahora a nombre de mi nieto Fausto. Había, entonces, tiempo para hacer buena la calma, la tertulia, el paseo, y asistir a las terrazas de cine de verano, de las que había una en cada barrio.
La gasolina súper costaba 18 pesetas; las patatas, 8. Había 3.700 peticiones diarias de conferencias interprovinciales, a través de amables telefonistas; el presupuesto municipal era de 300 millones de las añoradas pesetas, y la inflación del 44%; en 1972 se había fundado el Colegio Universitario; se concedía el Premio de Novela Café Colón; mucho antes del 2005, se hablaba de crear la Universidad Internacional de las Juventudes del Mediterráneo, en lo que andábamos Jesús de Perceval, Nazario Yuste y yo mismo. Dino de Laurentis recibía el I Premio Bayyana; el B.O.E. de 29 de diciembre de 1973, anunciaba la licitación de la Autovía del Mediterráneo, tramo Alicante-Almería, por un importe de diez mil millones de pesetas y un plazo de finalización de tres años, que se transformaron en treinta; Perceval monopolizaba la cultura oficial, mientras que un grupo de locos, capitaneados por José María Quijote Artero, fundamos un Ateneo; circulaban los 600, 850, 124 y 1.500, modelos de Seat que, sin duda, se referían al número de letras firmadas para su pago; las noticias nos las proporcionada "La Voz de Almería”, dirigida entonces por Donato León Tierno, llamado, por ello, El Cachorro: por ser un león tierno; el Almería jugaba en Tercera División, con Juan Rojas como capitán carismático pero el boxeo era el deporte rey; casi no se rodaban ya películas en Tabernas. Y el Gobernador Merino, procedente de la Guardia de Franco, cuando los del Ateneo fuimos a cumplimentarle –como, entonces era obligado- nos dijo, bamboleándose: "Muy interesante la idea, pero Vds., los intelectuales, dedíquense a pensar; la política, déjenla para nosotros".
Cuarenta años que, a diferencia de lo que se canta en el tango, son muchos; en mi caso, los que van de tener 29 a 73, de ser un joven a un anciano con cáncer de pulmón incorporado, que no sabe, cada domingo, si el próximo podrá publicarlo o estarán sus cenizas, anónimas, en sendos bancales de Berja y de Macael. Aunque ello ayuda a confirmar que la vida ha merecido la pena.
Me afilié a Izquierda Democrática, que logró uno de los fracasos más apoteósicos de la historia política española: ni Ruiz Giménez salió elegido. Pude ser entonces de los primeros tránsfugas: Juan Antonio Gómez Angulo -clarividente, propugnó la unión de Almería y de Murcia, y nadie atendió aquella propuesta que tanto bien nos habría reportado- ofreció un pacto UCD-Izquierda Democrática –en el que afané afanosa e infructuosamente- y el puesto número dos en su lista, pero ID, muy en su papel de oposición a lo que significase el mínimo continuismo, lo rechazó. Y, él, luego, me volvió a ofrecer, ya a título personal, ese mismo puesto como independiente, que rechacé por fidelidad a los compañeros de ID.
Al poco, disuelta ya I.D., U.C.D. me ofreció ser candidato a la Presidencia de la Diputación. Lo medité largamente y, al fin, acepté, pues era de una elemental coherencia cambiar las palabras por la herramienta que se me brindaba. No hacerlo me habría convertido en traidor ante mí mismo. Pero al final se me exigió presentarme, también, como candidato a la Alcaldía. Y no pude rehuir un reto que sabía perdido de antemano, pues los números cantaban: en imoscciones Generales del 15-J, en la capital, UCD obtuvo 20.746 votos (35’46) y el PSOE 20.027 (34’23); y en las de 1 de marzo de 1979, el PSOE nos barrió, con 23.240 votos mientras que UCD se quedó en 15.936. ¡Estaba todo muy claro, pero no escrito! Pese a ello, en las Municipales de 1979 dimos un vuelco espectacular: recuperamos 9.532 votos, un 33% de diferencia. E hice entonces lo que me pareció ético: seguir de concejal, renunciando, en consecuencia, a la presidencia de la Diputación, que recayó en un magnífico Presidente: José Fernández Revuelta.
Llegó el 3 de abril, día de las elecciones y, para nuestra sorpresa, fuimos la lista más votada. Y el 18 me acosté sin saber si a la mañana siguiente sería elegido Alcalde de Almería. Al despertarme supe que no, pues de madrugada se firmó un pacto en un Parador de Sierra Morena, por el que PSOE, PCE y PSA acordaron dar la Alcaldía a Santiago Martínez Cabrejas, del PSOE, pese a haber sido menos votado que UCD, cuya lista encabezaba yo. Permutar Almería y Granada por Sevilla para su “histórico” Luis Uruñuela, lo llevó a su extinción y sepulcro: los votantes advirtieron que la “S” respondía a Sevillanista.
Fue un pacto perfectamente democrático e ideológicamente coherente: el PSOE y el PSA eran partidos socialistas. El tercero en concordia, el PCE, comunista. Fue, pues, un pacto de la izquierda contra lo que ella, demagógicamente, definió como la derecha, contradicción palmaria, pues unos días antes había votado la investidura de Suárez como Presidente del Gobierno.
Y comparo con la indecencia bochornosa y antidemocrática de muchos de los pactos firmados en estos días y no alcanzo a dolerme de a dónde están llevando nuestra democracia que, entonces, era real. Y ahí están, como el loco Segismundo “con este engaño mandando, / disponiendo, gobernando”, en vez de sometidos a un humillante agarejo.
El mismo día en que se aprobó, renuncié a mi sueldo. Y –no lo entiendo- debió de sorprender tanto –los concejales, antes, no cobraban- que El País y La Vanguardia escribieron sendos artículos sobre esa renuncia.
Y el 24 de enero de 1980 dimití –no sin antes haber comprometido personalmente con el Ministro de Sanidad la construcción de Torrecárdenas- básicamente porque no sirvo para ser inútil ni puedo vivir violentando continuamente mi conciencia. Procuro, en esta vida, hacerme acreedor al respeto de la gente y a mi propio respeto.
Lo entendió bien el periodista Antonio Grijalba que escribió: “Fausto se va, tal vez, por no vender su alma al Ayuntamiento".
... Y ya es verano. Y mi nieto Alejandro, cada día más felizote, salvaje y risotón, cumple hoy dos años.
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