Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 09 oct. 2011
La celebración del Día Internacional del Docente me llevó el miércoles a regresar a aquella estantería en los que un día comenzamos a guardar los primeros libros sobre los que fuimos levantando la biblioteca sentimental que nos ha hecho ser como somos y lo que somos.
Me acordé entonces de aquella maestra- Flora, nunca supe su apellido- que nos enseñó las primeras letras en un patio donde maduraba el limonero y el olor del azahar y el jazmín perfumaban la música- una por una, una; una por dos, dos; una por tres…- de aquellas reglas que tanto costaba aprender. Volví a su imagen de luto- las mujeres de los sesenta, como España, siempre vestían de luto- y a aquel parche en el ojo que más que miedo inspiraba ternura; casi tanta ternura como Marina, la hermana ciega que nos recibía cada mañana con la sonrisa de un “buenos días” a la puerta de la que era nuestra escuela y su casa. Una casa en la que, treinta años después, descubrimos por la investigación de un sacerdote, Pedro María Fernández, que, en aquella hornacina de cal que presidía el comedor, había sido escondida durante tres años la imagen de la Virgen del Saliente desde aquel martes del 36 en que, aprovechando el bullicio del mercado, Luis de la Vega, secretario local del PSOE, la rescató del Santuario y, escondida en un saco, la depositó en las manos que la llevaron hasta aquella hornacina apresurada que alguien esculpió una noche de miedo y de silencio.
El miércoles encontré también el recuerdo de Don Antonio Avellaneda, un maestro al que su pasión por la enseñanza no puede desligarse del hecho de que, la mayoría de los que entonces hicimos “la escuela” con él hoy sean excelentes profesionales en los negocios- lo que más se valora en Albox-, la medicina, la arquitectura, el derecho y ya, en tono menor, en el periodismo. Al final la biología se le cruzó una mañana en una esquina del cerebro y aquella pasión tan desmesurada se rompió.
Como se rompió una mañana muy temprana la vida de Doña Isabel Serrano, aquella profesora de Literatura de la que todos los alumnos del instituto estuvimos secretamente enamorados. Menos mal que en aquella orfandad tan inesperada nos consolaba Don Martín García Ramos en aquellos atardeceres en los que jugábamos- con don Martín no se estudiaba, se jugaba- con los versos de Machado, Lorca y Miguel Hernández.
Abro otro libro de esa biblioteca del sentimiento y encuentro a Doña Carmen Romero, una profesora de personalidad tan arrolladora como elegante. Aunque era joven siempre supe que el tiempo le alcanzaría siendo una “veccia signora”. Con ella viajamos a la velocidad de la luz que ilumina el conocimiento y excita la curiosidad por la geografía, la historia y el arte.
Claro que ese libro no podía leerse sin la peripecia exquisitamente atolondrada de Don Rafael Toledo, su marido, siempre deprisa, siempre persiguiendo el humo inalcanzable del cigarrillo y con el que siempre discutí de política desde las antípodas: él era profesor de Formación del Espíritu Nacional y yo era un revolucionario de trece años al que todos los palacios de invierno por asaltar le parecían pocos. Discutíamos tanto que un día se presentó con una multicopista para que los alumnos pudiéramos editar nuestro propio periódico. Desde aquel día “Tribuna Joven” era cada mes un puñado de folios en los que, quien quería, escribía lo que quería. Los revolucionarios hacíamos de cada número una batalla y siempre salíamos victoriosos. Don Rafael nunca nos decía nada; le engañábamos. Con el tiempo aprendí que el que nos engañaba era él.
Discutí tanto con él que fuimos amigos creyendo, ¡que ingenuidad!, que éramos enemigos. Y lo que estábamos forjando era una amistad para siempre. Desde que murió, cada vez que voy al cementerio de Albox busco su tumba, rezó una oración y sonrío. Los amigos nunca faltan a las citas.
Es verdad que en esa estantería de recuerdos también podría haber guardado otros nombres de título amargo. Nunca caí en esa tentación. Los buenos fueron tan buenos que su luz nunca debería ser perturbada por las sombras.
A todos ellos mi gratitud, mi admiración,
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