Frecuentemente los secretarios de administración local comparecemos en los juzgados de instrucción a raíz de cualquier tipo de denuncia frente al alcalde realizadas por concejales querulantes. De estas citas siempre salimos tristes: hay un lógico desconocimiento en el orden penal sobre el derecho municipal (y sobre el funcionamiento de los órganos colegiados locales). Es como tratar un tema de neurología como si fuese de cardiología.
Recientemente un letrado me preguntó en sala si había efectuado alguna “advertencia de ilegalidad” al alcalde a lo que contesté que los secretarios no podemos hacer esta advertencia, nuestro asesoramiento legal consiste en informe razonado sobre la adecuación a la ley de las propuestas que se realicen sobre un elenco concreto de materias (o cuando lo ordene el presidente de la corporación o lo solicite un tercio de los concejales). Esta contestación molestó, recibí varios reproches.
Existe la tendencia general de culpabilizar a los secretarios municipales por no haberse percatado de todo lo que ocurre en el ayuntamiento, y por tanto de no haber efectuado advertencia de ilegalidad que hubiera evitado un acuerdo que, por otro lado, puede que no sea ilícito.
Esta idea caduca, la de advertencia de ilegalidad, procede de la dictadura y persiste en el imaginario colectivo. Tras la guerra civil, la Ley de 17 de julio de 1945 de Bases de Régimen Local, realizó un control sobre la administración local (los gobernadores civiles eran los presidentes de la Diputación). A los secretarios e interventores locales se les obligaba a efectuar la advertencia de la ilegalidad en que pueden incurrir los alcaldes (Base 62). Si se adoptaba el acuerdo advertido, el secretario lo comunicaba en tres días al gobernador a fin de que se procediera a su depuración. El objeto era un control férreo por parte del ministerio de gobernación del estricto cumplimiento de las normas del régimen.
La Ley 40/1981, en consonancia con la Constitución de 1978, suprimió las advertencias de ilegalidad iniciando la devolución de la autonomía a la administración más próxima y cercana. Se circunscribe así la labor del secretario a la fe pública y el asesoramiento legal preceptivo en una multitud de complejas materias, las de mayor relevancia para el funcionamiento del ayuntamiento de acuerdo con la Ley de Bases de Régimen Local de 1985.
Conforme al art. 106.1 de la Constitución son los Tribunales los que controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican. Este es el sistema propio de los estados democráticos avanzados. Y la jurisdicción se divide en cuatro órdenes de los cuales, el control de legalidad de las administraciones públicas, corresponde al contencioso-administrativo.
Como señala el Auto de la Sala 2 del Tribunal Supremo de 24 de marzo de 2017): “no es suficiente la mera ilegalidad, la mera contradicción con el Derecho, pues ello supondría anular en la práctica la intervención del control de los Tribunales del orden Contencioso-Administrativo, ampliando desmesuradamente el ámbito de actuación del Derecho Penal, que perdería su carácter de última “ratio”. El principio de intervención mínima implica que la sanción penal sólo deberá utilizarse para resolver conflictos cuando sea imprescindible. Uno de los supuestos de máxima expresión aparece cuando se trate de conductas, como las realizadas en el ámbito administrativo, para las que el ordenamiento ya tiene prevista una adecuada reacción orientada a mantener la legalidad y el respeto a los derechos de los ciudadanos”.
Duele ver el gasto económico que se genera al erario público la costosa investigación que interesa el fiscal y el esfuerzo que exige; el daño humano que se infringe por la instrucción de estas denuncias penales sobre actuaciones administrativa.
La sensación es que su objetivo no es la protección de ningún bien jurídico, si no un interés particular de promoción, con el mayor impacto mediático, a la manera de Rasputín: cortando cabezas; esto sí que es delito, previsto en el artículo 456 del Código Penal.
El efecto que produce en resto de funcionarios es la parálisis administrativa sobre el axioma de que «el que no hace nada no se equivoca», no me vayan a citar.
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