Como entiendo que la lectura del periódico tiene hoy el previsible compás de espera hasta el titular de mañana, me parece justo aliviarles la sobrecarga electoral no hablándoles de política y, naturalmente, eludiendo esa abominable acuñación de la “fiesta de la democracia” o cualquier otra bacalá infame. Y como este domingo, además, debuta José María Gutiérrez -Guti a partir de ahora- como entrenador de la UD Almería, resulta pertinente saludar su llegada como una doble suerte.
La primera, la suya, por entrar en el rebufo millonario del impaciente y desmedido jeque impulsor de la travesía de nuestro club hacia la Liga de las Estrellas. Y en segundo lugar, la suerte de la prensa almeriense, que ha ganado con Guti una metáfora permanente y una plantilla de recursos y frases hechas para el banquillo local. Blanco y en botella. Pero los que hemos seguido con admiración y razonable desesperación la trayectoria del dorsal nº 14 del Real Madrid veremos siempre por encima del entrenador al descomunal y díscolo jugador que hizo siempre lo que quiso dentro y fuera de la cancha. Y es que no hay jugadores monjes o jugadores soldados. Hay buenos o malos jugadores, y punto. Y nuestro nuevo entrenador, que era de los primeros, siempre supo zafarse del peso de la leyenda para auparse a hombros de la fama. Rodeado por la sombra de eso que ahora se llama “el entorno” y que antes se conocía como las malas compañías, se labró una justificada relación de amor/odio con la pelota y sobre todo con la grada.
Siempre he sentido debilidad por los desertores del ascetismo que nunca han visto su cuerpo como un templo, sino como un tabernáculo del disfrute. Una filosofía deportiva que practicaron antes que el propio Guti figuras como el grandísimo Georgie Best, el Mágico González o ese golfo con galones que era Romario. Portentos del balón en el permanente escorzo blanqueador de su leyenda negra. Y así, el hijo pródigo del Bernabéu toma hoy tierra en el Mediterráneo. Mucha suerte, míster.
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