Amanece, “que no es poco”, añado mentalmente, y observo cómo la luz se abre paso a través del enrejado de mi balcón. Me incorporo, hoy me ha costado un poco más levantarme, y admiro ese ventanal que tanto me gusta y que ha empezado a cansarme. Cinco días y sumando. Hoy me siento como un cuadro de Hopper, observando la nada y el todo, de no ser porque a mi lado duerme alguien que me da los buenos días y hace que el balcón recupere su belleza perdida.
Vivimos una distopía propia de la literatura de ciencia ficción y yo soy más de ensayo. No entiendo nada. No podemos salir de casa salvo para comprar, ir al hospital o trabajar. No podemos caminar con nadie, no podemos tocarnos, no podemos casi hablarnos, no podemos besarnos, ni abrazarnos. ¡Cuánto echo de menos abrazar! Éramos tan libres, tan felices, tan pletóricos y no nos dábamos cuenta.
Mi casa se ha quedado en silencio, como la calle. Un silencio que sólo es desterrado con el aplauso que nos sitúa en el balcón, unos frente a otros. Yo aplaudo, pero he dejado de aplaudir por los sanitarios. No me tachen de mezquina. Aplaudo todos los días porque sé que mi familia también aplaude a más de 500 kilómetros. Ni siquiera una videollamada me une tanto a ellos como ese aplauso que ensordece, emociona y me transporta. Sé que mis vecinos hacen lo mismo. Nos miramos sin apenas prestar atención, inmersos en el baile arrítmico y atronador en el que en realidad celebramos seguir vivos y lo hacemos con los nuestros, en la distancia.
Tengo miedo de que esto no acabe como quiero y recorro mentalmente cada una de mis últimas veces: la última vez que mamá y yo comimos frente al mar, la última vez que me reí con mis hermanas, la última vez que dormí la siesta con mi sobrino o la última vez que abracé a mi padre y me despedí creyendo que sólo nos separaban unos días hasta el próximo reencuentro.
En cierto modo, considero este confinamiento como un punto final, como si después de esta cuarentena no fuese posible reanudar la cuenta. Estos días nos invitan a conocernos a nosotros mismos, descubrir los límites del miedo. Se nos concede la oportunidad de entender por qué nunca volveremos a ser los mismos.
Queda poco para salir al balcón y hoy pienso aplaudir más fuerte. “Seguimos vivos”, celebro. ¡Cuánto echo de menos abrazar! ¡Cuánto os echo menos! Si vamos a dejar de ser los mismos lo mejor es empezar a hacer una lista de las primeras veces que nos esperan. Anochece, “que no es poco”.
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