Dicen que ya vivimos en esa cacareada denominación de nueva normalidad, las patas de la escalera que, paulatinamente, hemos ido bajando a instancia de la oficialidad que ha dirigido y dirige nuestras vidas. Tratamos de instalarnos en esta base de la escala donde los sucesivos peldaños han marcado el ritmo vital de cada hijo de vecino, de cada compatriota carpetovetónico. Entramos en el nuevo hábitat al tiempo que estrenamos el solsticio de verano, que oficialmente nos acompaña desde las once y cuarenta y cuatro minutos de anteanoche. Iniciamos un desconocido paseo que se prolongará por espacio de noventa y tres días y quince horas, es decir, que culminará el día veintidós del próximo mes de septiembre. Un periodo con una duración aproximada a la del confinamiento que hemos superado con distinta suerte.
El verano, a más de un abanico prieto de evocaciones personales, dispone de la llave de las vacaciones, ese otro paréntesis que este año tendrá unas connotaciones especiales, ya que el turismo nacional va a ser la única opción viable. Según los expertos, los destinos, colectivos y modelos de veraneo están determinados por la situación personal de cada ciudadano. De la variedad de posibilidades, tras la instauración de la normalidad, cobran una gran relevancia las vacaciones en el mundo rural, en los entornos de Naturaleza, en el retorno a esos rincones que casi habían desaparecido del mapa de la España poblada. La demanda de reservas en estos enclaves ha agotado en muchos de ellos la capacidad hotelera y de alquileres, por lo que se ha impuesto el regreso a las tradicionales vacaciones en las segundas residencias y casas familiares de nuestros pueblos. Pero el verano en estos núcleos no será igual al de antaño.
Los pueblos, esos enclaves donde sobreviven las estampas de juegos inventados, adquieren ahora un gran poder de atracción, donde las caminatas desde el alfa de la niñez por senderos pedregosos nos llevan a las fuentes ocultas, bajo zarzas por las que corría el agua cristalina en la que se zambullían los pájaros que intentábamos apresar para luego indultar. En los pueblos se suceden las remembranzas que nos han conducido siempre en estos viajes reiterados que tan necesarios son para no perder la ubicación de nuestros orígenes ni las razones de nuestro corazón. Aunque el paisaje esté mermado de vidas y las casas se encuentren menos habitadas, aunque el silencio se haga mayor en las tardes tediosas en las que ya no se oyen los ecos de los jugadores cuando cantaban las cuarenta en bastos sobre los añejos veladores de las legendarias tabernas, aunque no salvemos la calima de mediodía en los atrevidos baños de las albercas, aunque las noches sean más raquíticas y los corrillos al fresco de las puertas hayan perdido adeptos, aunque muchas tertulias hayan sucumbido al entretenimiento de los seriales, aunque la globalización y la alerta por la pandemia hayan robado, en parte, las relaciones interpersonales, a pesar de todo, la existencia del pueblo, lejos de las aglomeraciones y de los focos de contagio, despierta un gran interés como destino vacacional.
Este verano del pueblo será diferente. Quedará huérfano de fiestas patronales, no habrá conciertos ni volverán las orquestas habituales, las actividades culturales y deportivas han sido anuladas. Las atracciones no enloquecerán con sus reclamos y los días no transcurrirán como un carrusel lúdico en el que los obreros de sueños y los fabricantes de sonrisas cierren el telón de su penúltimo escenario, levanten sus chirimbolos, embalen sus artilugios y reinicien su camino solitario por donde el sendero los lleve, que ya no será a otra feria, a otra plaza donde se amontonen los vecinos para admirar sus prodigios, disfrutar de sus burlas o sonreír sus gracias. Este verano adolecerá del valor de la fantasía porque, como otros muchos, los titiriteros no podrán cantar sus sueños en las próximas semanas, aunque sí las miserias que ha causado este tiempo pleno e ignoto, que hacen de este nuevo verano un verano nuevo y diferente.
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