José Luis Masegosa
22:34 • 04 dic. 2011
No hace muchos días que los desesperados e incontenibles chillidos de un cerdo interrumpieron mi descanso sabatino a primeras horas de la mañana. Caí en la cuenta de que estas calendas de adviento también constituyen un tiempo de matanzas, esa vieja tradición de los humanos cuyo origen real se desconoce. Mi paulatina incorporación al estado de vigilia transcurrió acompañada por los descendentes decibelios provenientes de la agonizante garganta del cochino próximo que, como en otros muchos lugares de nuestro entorno, protagonizó las dos o tres jornadas venideras de celebración matancera con todos los aliños costumbristas del lugar. Cuán efímera es la vida del reino animal, incluida la de mis semejantes, con perdón, barrunté mientras procedía al aseo personal. Recordé, entonces, la ilusión de antaño cuando en tiempos de infancia, que tampoco hace tanto, en los que la legislación de matanzas domiciliarias era absolutamente permisiva porque no existía, me apresuraba en las gélidas mañanas orialeñas de calidez hogareña a estar presto para sujetar con empeño el rabo del pobre marranico que tantos placeres habría de proporcionar después con sus restos, incluso con la huella de sus andares en vida.
Relataba tales remembranzas a algunos entrañables paisanos entre las estridencias musicales de esa casa de acogida nocturna que es “La Torre”, cuando terció el escolano Tomás J. Gallego para contar, no sin asombro pese a los años transcurridos, cómo participando en su niñez del sacrificio de un cerdo éste no se inmutó ante el trajín de sentirse atado, forzado y depositado en la mesa de los sacrificios. Tal fue su talante comprensivo de cuanto acontecía que pareciera que su existencia como animal destinado a la alimentación ajena era mera imaginación de cuantos asistían atónitos a tan noble comportamiento. La actitud sumisa y digna del puerco llamó la atención de su abuelo, Tomás Gallego, que sin pensarlo dos veces ordenó que bajasen al animal de la mesa, pese a la protesta de los matarifes y ayudantes. El cerdo quedó indultado y sirvió después como berraco hasta su muerte natural.
No corrió idéntica suerte el lechón criado en Cerro Gordo, anejo de Partaloa, junto a un rebaño de cabras, del tíoabuelo de Leandro Martínez, matarife vocacional. Cuando llegó la hora del sacrificio el porquero-pastor se negó a ejecutarlo y maldijo la acción, por lo que al echar el animal en la mesa ésta se vino abajo y hubo que sustituirla. Pero la historia que más me ha llamado la atención ha sido la de Chiquita, una guarina de más de catorce arrobas que crió y cuidó Manuel García Martínez, el doble de Eduardo Punset, en el cortijo del Olivar. La cerda se lavaba la cara antes de su almuerzo, besaba a su dueño y a la hora de su muerte la aceptó con tal resignación y dignidad que cuando fue tendida en la mesa de la ejecución no fue necesaria asirla con cuerdas. Chiquita murió en silencio con su oreja izquierda levantada. Tras saber de estos relatos ratifiqué mi convencimiento de que algunos animales son más coherentes en su condición que los humanos. Por lo menos en nobleza, y si es porcina a la vista está.
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