Siempre ha habido teorías que ven extrañas conspiraciones en cualquier asunto humano. Y cuanto más siniestras, mejor. Las hay clásicas, como atribuir el intento de dominar el mundo a los masones, al comunismo,… y hasta a los jesuitas. Las más modernas van por otros derroteros: el final es el mismo, el dominio mundial, pero esta vez sus autores serían el grupo Bilderberg, Soros, Bill Gates,… y hasta la ONU o la Unión Europea.
También siempre hay individuos dispuestos a tragarse lo que les echen, como si fuera tan fácil poner de acuerdo a tanta gente para un objetivo de ese tipo. Si ya es difícil conjugar los intereses de dos personas —que se lo pregunten a tantos matrimonios—, ya me dirán organizar una conspiración mundial entre un montón de sujetos.
Además, los partidarios de un nuevo orden mundial, como Stalin o Hitler, acaban invariablemente por atacar a los más próximos a ellos. Ya lo dijo Saint-Just siglo y medio antes: “La revolución acaba devorando a sus propios hijos”.
Claro que sí existen la maldad y la estupidez humanas capaces de cualquier barrabasada, incluso apelando a los ideales más nobles. Ejemplos tenemos hasta aquí mismo, entre quienes quieren el poder y lo ejercen sin freno. Pero también existen la bondad y la inteligencia para impedir los abusos de los falsos mesías.
Estamos, pues, empatados entre los iluminados y la gente sensata. Por eso no creo en teorías conspiratorias de manual, en operaciones secretas donde se gesten nuestros destinos, y sí, en cambio, en el azar y en la casualidad, que son los que han cambiado continuamente la historia más que los protervos personajes más propios de los comics que de la realidad.
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