El coronel Aureliano Buendía recordaba, frente al pelotón de fusilamiento, aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Como el militar de ‘Cien años de soledad’, todos tenemos siempre una primera vez.
El 21 de junio de 1964 mi padre y dos primos suyos asistieron a la final de España contra Rusia en el Santiago Bernabéu, cuando Marcelino marcó aquel gol que las siguientes generaciones nos recordarían como el último vestigio de la furia española hasta que Iniesta deshizo el hechizo con el zapatazo de Soweto.
Uno de los primos de mi padre, que hacía la mili en Madrid, andaba tieso de dinero. No le gustaba el fútbol. Le invitaron, pero en la entrada al campo los reventas le ofrecían 30 duros por la entrada, el triple de lo que costaba. Mi padre y mi otro tío no le dejaron revenderla y entró al estadio contrariado. Vio el partido mascullando lo que habría hecho con 150 pesetas que entonces supondrían una pequeña fortuna. Sobre todo para un miliciano con días de permiso.
Cuando Marcelino marcó su mítico gol el campo estalló de júbilo y, de pronto, mi tío, que había rezongado durante todo el encuentro, saltó, golpeó a su hermano y a mi padre en los hombros y gritó: “¡¡Que le den por culo a los 30 duros!!”. Ese día, Pepe –así se llamaba- conoció el hielo.
Sería alrededor de 2009 cuando mi hermano Javier nos invitó a otro hermano, Eduardo, y a mí a un partido de rugby entre Escocia y Nueva Zelanda en Edimburgo. Ellos habían jugado en Madrid, en el Colegio Mayor (Nebrija) y en Caminos. Mi relación con este deporte era más bien escasa. Apenas había ido a algún encuentro, como uno en el que vi cómo mi hermano Eduardo le dio un bofetón a un rival e instantáneamente se echó hacia atrás levantando los brazos como diciendo: “eh, que no te he hecho nada”. Debo reconocer que ese día me gustó el rugby.
En el aeropuerto de Málaga, antes de tomar el vuelo a Escocia, ellos y otro amigo que vino con nosotros no dejaban de hablar de un chaval. Que si el chaval para arriba, que si el chaval para abajo. Yo estaba como mi tío Pepe, no rezongando pero sí perdido en la conversación, y harto de no enterarme de nada les dije: “¿¿pero cómo le dejan jugar a un chaval al rugby??”. Descojonados, me aclararon que el tal chaval era un jugador francés llamado Sèbastien Chabal. Ese día conocí el hielo y, naturalmente, no volví a preguntar nada. En el estadio disfruté de la ‘haka’ neozelandesa como si fuera el primer rugbier del público.
Correría el mes de junio del año 1998. En mi Colegio Mayor se hospedaban un puñado de americanos que habían venido a pasar el verano a Madrid. Como todos los domingos, yo iba a la plaza de Las Ventas y un grupo de americanas quiso venir conmigo. Nada más comenzar el espectáculo preguntaron: “¿y ahora qué pasa?”. Muy serio, les dije: “pues nada, que el toro tiene que matar al torero y así seis toreros hoy”. Se horrorizaron y se llevaron las manos a la cabeza, pero se mantuvieron en sus asientos y como la tarde transcurrió con normalidad –sin cornadas- cobraron interés por lo que sucedió en el ruedo.
A veces pienso que con los años una de aquellas americanas se aficionó tanto a los toros que acabó presidiendo una peña taurina en Minnesota –pongamos- y que recuerda junto a la chimenea el día en que un joven español las hizo permanecer en los tendidos gracias a su bromita. Y sí, ese día, allí en Macondo, vio el hielo por primera vez.
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