Llegó a la política a través de los platós de la televisión, precedido del grito de los indignados, que habían leído a Hessel y a Sampedro en aquellos días tempestuosos del 15 M, cuando naturalmente había razones para el enfado por la brutal crisis económica que había roto los sueños de millones de españoles. Tenía Pablo Iglesias fuerza en su discurso y ofrecía ilusión a los desarraigados en medio de tanta desesperanza. Pero el líder de Podemos se dibujó pronto como un charlatán al que en pocos años la inmensa mayoría de los españoles descubrirían su verdadera cara.
Pablo Iglesias envenenó la política sembrando la discordia, compadreando con los violentos de palabra y de obra, porque él mismo era el heredero de una forma de hacer política basada en la revolución. Y en España, afortunadamente, habíamos superado hacía mucho tiempo los fantasmas del pasado, a pesar de que algunos se afanan todavía en mentar a Franco y a la Guerra Civil como los causantes de los posibles males de la sociedad actual.
Quería el líder morado desmontar el régimen constitucional del 78, pero se quedó solo porque nunca comprendió España. Tal es su mediocridad. Iglesias arremetió como un toro manso aculado en tablas contra las instituciones y, por tanto, contra los españoles, mientras se compraba un chalet que lo alejaba de los círculos de Podemos para entrar de lleno en los círculos de la casta, esa casta que empleó como grito de guerra en su desfile por las televisiones de Mediaset y Atresmedia, que habían precipitado su ascenso. Aunque luego bien que pregonaría que la existencia de medios de comunicación privados atacaba la libertad de expresión. Todo muy coherente.
Al líder menguante de la extrema izquierda aún le quedaría un último capítulo de su Juego de Tronos: el abandono del Gobierno español para combatir los imaginarios molinos gigantes del fascismo en las elecciones madrileñas. Naturalmente se daría un tortazo de los que hacen época y hasta Íñigo Errejón, su anterior compañero y cofundador de Podemos, se cobraría una dulce venganza asestándole un duro golpe en los comicios.
A Iglesias no le quedó más remedio que dimitir, pero no con grandeza sino con resentimiento. Aún hubo de cornear a sus adversarios y a otros enemigos imaginarios, como los molinos del Quijote, clamando que había sido un chivo expiatorio, acaso de los fascistas, siempre los fascistas. Un final muy irónico, por su lastimoso victimismo, para quien nunca se cansó de enardecer a la gente con un lenguaje guerracivilista y procaz. Iglesias ha sido un mal sueño para España, un individuo que quiso tomar los cielos por asalto y cuya mayor conquista ha sido la compra de la dacha de Galapagar.
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