No puedo ni mucho menos erigirme en intérprete del pueblo cristiano de Almería, ni conozco a fondo los intríngulis del conflicto desencadenado en el Obispado de nuestra provincia, pero al contar con alguna experiencia en medios de comunicación algo me dice que la opinión pública no termina de explicarse por qué este revuelo, por qué el Vaticano ha cortado por lo sano destituyendo al obispo titular, al que deja hasta su jubilación poco menos que para vestir santos, y por qué da todos los poderes de la sede de San Indalecio al recién llegado monseñor Cantero que tuvo que salir corriendo de su diócesis de Teruel, urgido por las prisas con las que se le pedía acudir a su nuevo destino.
Los tiempos han cambiado para todos y los usos y costumbres en la Iglesia son muy distintos a aquellos en que fuimos formados los niños nacidos en la posguerra cuando el obispo era recibido en su visita pastoral a los sones de la Marcha de Infantes y hasta doce monaguillos llevaban la inacabable capa de don Alfonso Ródenas en la procesión del Corpus. Cierto que todo es distinto, y no siempre para bien. Pero lo que no recordábamos los almerienses es un episodio como el que se vive estos días en la plaza de la Catedral, con repercusiones mediáticas en la prensa nacional. Hasta el extremo de que no pocos amigos y compañeros me llaman –creyéndome informado- para preguntarme por las peculiaridades del problema y sus consecuencias. Se lo que está publicando LA VOZ DE ALMERIA, que no es poco, y con esas noticias disparo wasap a quien me requiere información, muchos de ellos, si no alarmados, si ciertamente inquietos por estos secesos, siendo como son buenos cristianos y creyentes.
Desde don Diego Fernández de Villalán, obispo de Almería en 1523 y cuya gran obra fue la Catedral, nuestra diócesis debió ser una balsa de aceite y en mis muchas conversaciones con el sabio y santo sacerdote don Juan López nunca tuve noticia de acontecimientos que mereciesen, en términos periodísticos, los honores de la primera plana. No sé si el secretismo, pero desde luego la discreción y la prudencia, fueron siempre compañeras inseparables de las decisiones que se tomaban en el palacio episcopal, costumbre que no aplaudo pero que entiendo desde la lógica consuetudinaria de la Iglesia a través de los siglos. Pero es lo cierto que en estos tiempos de transparencia informativa esas tradiciones han saltado por los aires y hoy día las cosas hay que explicarlas meridianamente sin que sus causas o sus razones queden en la nebulosa del no coment propio del estilo americano y de los plasmas (sin preguntas) del presidente Rajoy.
Los periodistas sabemos que la desinformación solo conduce a la confusión general, a la especulación sobre lo sucedido y a que la gente improvise su propia versión, cuando no a poner en circulación alguna fake news, pura intoxicación de la que los profesionales de la comunicación huimos como quien huye del diablo. Una sociedad adulta y sensata como la almeriense no se merece que sus líderes religiosos disfracen la realidad, se anden con medias verdades o simplemente practiquen la ocultación informativa, desde luego intolerable en una sociedad democrática. Los métodos que en este caso ha practicado el Obispado de Almería y la Nunciatura Apostólica nos recuerdan a muchos los usos del franquismo para no revelar aquello que pudiese incomodar al régimen. Lo que no se publica no existe, era la máxima de aquellos tiempos anteriores a la libertad de prensa.
En Almería decimos qué follaero cuando algo se lía demasiado. El término no tiene entre nosotros la menor connotación malsonante y la gente lo suelta como una muy gráfica expresión del tumulto, la vocinglería o la falta de orden en un lugar público. Es por eso por lo que no puede extrañar a mis lectores, conocedores del habla popular de la ciudad, que digamos llanamente que a ver si alguien nos explica de una vez el follaero del Obispado.
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