Hace unos días terminé de leer el último libro del periodista Juan Soto Ivars, ‘En casa del ahorcado’, que muestra una realidad galopante en nuestra democracia: cómo los tabúes están mortificando el debate de las ideas y contaminando en consecuencia nuestras vidas. Recuerda el autor numerosos ejemplos que en los últimos años han bañado de censura la actualidad y que la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann bautizó como la espiral del silencio.
A lo largo de la Historia los tabúes han ido desplazándose de un lugar a otro, sobre asuntos más o menos relevantes, pero es hoy cuando impregnan demasiados temas hasta convertirlos en sagrados para muchas personas. Es decir, las creencias se han impuesto a las razones y por eso resulta no solo difícil sino casi inconveniente entablar conversaciones con determinada gente, que se siente agredida cuando le expones un argumento que contradice sus razones, quiero decir creencias.
Soto Ivars ilustra su interesante obra con casos como el de un rector de la Universidad de Harvard, destituido porque alumbró un texto basado en datos y estadísticas con los que argüía las diferencias entre los hombres y las mujeres. Para qué quieres más. Lo tildaron de machista para arriba sin ninguna razón objetiva. Algo similar le ocurrió a un empleado de Google, que salió trasquilado –y despedido- por atentar, supuestamente, contra la igualdad, pero sin que les asistiera a los discrepantes ningún motivo de peso para el escarnio. Simplemente, reproducían un comportamiento inquisidor, medieval e irreflexivo.
Los tabúes forman parte de la condición humana, pero últimamente son más frecuentes de la cuenta porque suponen una manera perfecta de secuestrar a la gente desde las emociones. Y ahí es donde la espiral del silencio, que decía Noelle-Neumann, cobra un extraordinario protagonismo: mejor no hablemos de eso, no vayamos a soliviantar a éste, tengamos la fiesta en paz, no te metas en jaleos, Pascual. Hasta aquí hemos llegado y hasta aquí nos hemos pringado por culpa de una visión deformada de la realidad, en donde las mayorías vociferantes han ganado la batalla de las ideas pero no con ideas sino con creencias.
Ahí están los movimientos independentistas y populistas, los animalistas más exacerbados, los censores de la Historia –capaces de derribar una estatua de Colón ¡y de Cervantes!-, los tribunales populares –de Woody Allen y compañía-, y tantos y tantos movimientos que han hipnotizado a comunidades y pueblos enteros, llevándoles a silenciar a quienes no piensan como ellos. Pero no sólo lo vemos en política sino incluso en asuntos nimios del día a día, como esos grupos de Whatsapp de padres del colegio en los que, por ejemplo, alguien propone una idea que nadie puede rechazar porque de ser así sería señalado por el resto. Me contaba una amiga que en su chat los padres se organizaron para hacer un regalo a la profesora de sus hijos y cada uno tenía que poner diez euros. De manera que el regalo fue una tableta o un ordenador, ya no recuerdo. Es decir, un regalo desproporcionado, y que me perdonen los profesores agraciados. Mi amiga decía, con buen criterio, que estaba de acuerdo en tener un detalle bonito con la maestra, pero que éste podía consistir en un dibujo de cada uno de los niños. Algo mucho más emotivo que un artefacto electrónico. Pero a ver quién se manifestaba en contra de la propuesta del grupo.
El otro día, hablando con unos amigos, saqué este asunto de los tabúes sobre la mesa y algunos compartían la espiral del silencio como medida cauterizadora que evita momentos incómodos. Y me parece grave, no sólo porque hemos extirpado el debate y la confrontación de argumentos, sino porque estamos infantilizando la sociedad de una manera preocupante. Resulta, además, especialmente grave y peligroso para la democracia, que se ve resentida cuando las mayorías irreflexivas gobiernan la nave.
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