La precariedad laboral de los jóvenes españoles ha alcanzado niveles difícilmente digeribles si no fuera por el sostén de las familias y las formidables redes de asistencia públicas. Los datos son irrefutables, dramáticos e inobjetables y el debate se ha suscitado en algunos periódicos a raíz del discurso de la escritora Ana Iris Simón en la Moncloa ante el presidente del Gobierno.
¿Esta es la primera generación que vivirá peor que sus padres?
En primer lugar, habría que ver qué entendemos por una buena vida, pues nuestros padres y abuelos trabajaban a destajo seis o incluso siete días a la semana y no tenían los medios materiales y el bienestar del que gozamos hoy. Han cambiado muchos aspectos de la sociedad, desde el consumismo desaforado actual, la incorporación de la mujer al mercado laboral, la globalización, las compras financiadas y, sobre todo, una economía basada en el bajo coste. Estos factores han transformado por completo el sistema. Hemos pasado de vivir entregados al trabajo y la familia a darnos unas “tripoteras” descomunales de gasto y conceder al ocio un valor superior. “Give me two”, decían en las tiendas de Nueva York los españoles que viajaban allá antes de la crisis de 2008.
La poeta argentina Graciela Zárate me confesaba en una entrevista que entendía que no gastar es lo mismo que ingresar. Pero, claro, eso resulta muy difícil en esta sociedad víctima de la obsolescencia programada y esclava de las modas y el crédito financiero y poco partidaria de la reutilización, el reciclaje o la apuesta por la calidad en lugar de por el precio bajo. El modelo de compra compulsiva y continuo impuesto por las grandes multinacionales de tantos sectores se ha convertido finalmente en un engaño masivo: la gente cree que gasta menos a causa del coste bajo, pero consume de manera contumaz porque las cosas se rompen constantemente o por simple costumbre adquirida y, por lo tanto, tiene un mayor gasto a la larga. Nos encontramos como el hámster en la noria de la jaula: dopados, viviendo atrapados en una mentira paliativa.
Es verdad, por otro lado, que existe una mayor igualdad social y económica en el planeta y que la pobreza ha menguado notablemente gracias a la globalización. Lejos quedan aquellas imágenes desgarradoras de las hambrunas de niños en África, que poblaban los telediarios en los años ochenta. En este aspecto, los datos ahora son elocuentes y muy positivos. Sin embargo, el problema ya sistémico de la juventud española, a diferencia de la de otros países de nuestro entorno, es la desesperante incertidumbre que les gobierna, además de la precariedad. Una de las formas de acabar con el problema pasa, en mi opinión, por crear empresas grandes para ser más competitivos y obtener mejores márgenes, de modo que los salarios también sean mayores. Seguir instalados en el bajo coste en casi todos los sectores equivale a ruina.
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