0
23:08 • 21 ene. 2012
La decisión del obispado de recurrir la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía que le obliga a readmitir a la profesora de religión a la que despidió por casarse con un divorciado, ha superado la postura siempre irrazonable del empecinamiento para adentrase en el fango peligroso de la obcecación. La sentencia del Tribunal Constitucional, declarando la nulidad del despido, y la posterior del Tribunal Superior andaluz desestimando, en base a la doctrina dictada por el del alto tribunal, el recurso presentado por el obispado, sólo puede ser interpretado desde la frontera cercana a la insumisión.
El Derecho Romano tenía en la máxima “Roma locuta, causa finita” una norma de comportamiento que permanece, pese al paso del tiempo, incuestionada. La sentencia, una vez dictada por quien tiene competencia para ello, debe cumplirse.
He leído la resolución sobre el caso y líbreme el dios de la prudencia de recorrer sus considerandos. Doctores tiene la Iglesia y más (muchos más) los tribunales para opinar sobre los argumentos jurídicos aplicados.
Pero si la prudencia aconseja no recorrer argumentos técnicos cuando no se es experto en ellos, el sentido común sí obliga a reflexionar sobre una decisión que, con el tiempo y como siempre, obligará a quienes la tomaron a pedir perdón porque, dirán entonces, no sabían lo que hacían.
Decidir la expulsión de una profesora sobre la que no existe, como refleja la sentencia judicial, objeción personal y docente alguna es razonadamente inasumible. Porque, como recoge la sentencia, la decisión se tomó “sin que en ningún momento se afirme, por otra parte, que, en su actividad docente como profesora de religión, la demandante hubiese cuestionado la doctrina de la iglesia católica en relación con el matrimonio, o realizado apología del matrimonio civil, ni conste tampoco en modo alguno que la demandante hubiese hecho exhibición pública de su condición de casada con una persona divorciada (constando, por el contrario, que la demandante manifestó al delegado diocesano su disposición de acomodar su situación conyugal a la ortodoxia católica, dado que su marido pretendía solicitar la nulidad de su anterior matrimonio).
Por tanto, si el comportamiento académico y ético de la profesora está libre de toda sospecha y, en un gesto que evidencia su lealtad con el obispado, comunicó de forma voluntaria su matrimonio civil con un divorciado al no poder hacerlo, también, por la Iglesia hasta que éste consiguiera la nulidad (que tramitaba) de su anterior matrimonio, ¿por qué se le veta la renovación de su contrato?
La decisión podrá revestirse con el ropaje pontifical que se quiera, pero, más allá del procedimiento legal y de los artificios que se siguen desde hace once años sobre el caso, de lo único que puede “acusarse” a Resurrección Galera es de haberse enamorado de un divorciado.
Podría haber optado por mantener una relación extramatrimonial; y no lo hizo. Podría haber callado su matrimonio; y no lo ocultó. Podría haber caído en el pecado de la hipocresía; y no cayó. Podría haberse protegido con la vileza del cinismo; y lo ignoró. Hizo todo lo contrario de lo que su interés aconsejaba y su derecho a la intimidad protegía, pero cometió el error de enamorarse y enamorar a un divorciado en trámites de nulidad matrimonial. Esa fue su culpa, ese su desliz y su flaqueza: Querer querer y ser querida.
Cuando el tiempo haya vestido de olvido y perdón tanto error y alguien recorra el paisaje que dibuja, que está dibujando desde hace once años este caso verá desde la desolación cómo el mandamiento de amar (y respetar y comprender) al prójimo no se hizo carne y habitó entre algunos de los que más clamaban por su cumplimiento.
El Derecho Romano tenía en la máxima “Roma locuta, causa finita” una norma de comportamiento que permanece, pese al paso del tiempo, incuestionada. La sentencia, una vez dictada por quien tiene competencia para ello, debe cumplirse.
He leído la resolución sobre el caso y líbreme el dios de la prudencia de recorrer sus considerandos. Doctores tiene la Iglesia y más (muchos más) los tribunales para opinar sobre los argumentos jurídicos aplicados.
Pero si la prudencia aconseja no recorrer argumentos técnicos cuando no se es experto en ellos, el sentido común sí obliga a reflexionar sobre una decisión que, con el tiempo y como siempre, obligará a quienes la tomaron a pedir perdón porque, dirán entonces, no sabían lo que hacían.
Decidir la expulsión de una profesora sobre la que no existe, como refleja la sentencia judicial, objeción personal y docente alguna es razonadamente inasumible. Porque, como recoge la sentencia, la decisión se tomó “sin que en ningún momento se afirme, por otra parte, que, en su actividad docente como profesora de religión, la demandante hubiese cuestionado la doctrina de la iglesia católica en relación con el matrimonio, o realizado apología del matrimonio civil, ni conste tampoco en modo alguno que la demandante hubiese hecho exhibición pública de su condición de casada con una persona divorciada (constando, por el contrario, que la demandante manifestó al delegado diocesano su disposición de acomodar su situación conyugal a la ortodoxia católica, dado que su marido pretendía solicitar la nulidad de su anterior matrimonio).
Por tanto, si el comportamiento académico y ético de la profesora está libre de toda sospecha y, en un gesto que evidencia su lealtad con el obispado, comunicó de forma voluntaria su matrimonio civil con un divorciado al no poder hacerlo, también, por la Iglesia hasta que éste consiguiera la nulidad (que tramitaba) de su anterior matrimonio, ¿por qué se le veta la renovación de su contrato?
La decisión podrá revestirse con el ropaje pontifical que se quiera, pero, más allá del procedimiento legal y de los artificios que se siguen desde hace once años sobre el caso, de lo único que puede “acusarse” a Resurrección Galera es de haberse enamorado de un divorciado.
Podría haber optado por mantener una relación extramatrimonial; y no lo hizo. Podría haber callado su matrimonio; y no lo ocultó. Podría haber caído en el pecado de la hipocresía; y no cayó. Podría haberse protegido con la vileza del cinismo; y lo ignoró. Hizo todo lo contrario de lo que su interés aconsejaba y su derecho a la intimidad protegía, pero cometió el error de enamorarse y enamorar a un divorciado en trámites de nulidad matrimonial. Esa fue su culpa, ese su desliz y su flaqueza: Querer querer y ser querida.
Cuando el tiempo haya vestido de olvido y perdón tanto error y alguien recorra el paisaje que dibuja, que está dibujando desde hace once años este caso verá desde la desolación cómo el mandamiento de amar (y respetar y comprender) al prójimo no se hizo carne y habitó entre algunos de los que más clamaban por su cumplimiento.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/21768/pecado-de-amor