Un día llegó aquel paquete misterioso y fue como un acontecimiento en la casa, y todos nos reunimos mientras mi padre rompía el papel crema del envoltorio con su nombre muy claro, escrito en letras rojas, y cuando apareció aquella extraña caja oscura con extrañas ruedas brillantes y manivelas primorosas, todos nos emocionamos…fue don Pedro, el maestro, quien nos explicó la manera de hacerle funcionar; él mismo instaló en la cocina un enchufe eléctrico y nos adiestró en la manera de colocar la cinta y en darle a la manivela despacito, muy despacito…
Pusimos una sábana de cuna sobre la pared, y metimos en la habitación todas las sillas de la casa…Apagamos la luz, se iluminó la sábana y apareció un ser humilde y dulce, caminando por un largo camino. Es Charlot, dijo don Pedro, ése es Charlot. Todos reímos con la agilidad torpe de su paso.
Iba Charlot por el camino, sonriéndole a las flores, con pasitos de pájaro, jugando sus manos con el bombín, con el sombrero hongo como resto, como símbolo de felicidades perdidas…De pronto apareció en el camino una mujer bellísima, pálida y hermosa, que sonreía a Charlot invitándolo a que abandonara su vagabundez solitaria.
Charlot alzaba su sombrero ceremonioso y sonreía feliz cuando ofrecía su brazo y continuaban por el camino, muy unidos, en un acelerado paseo de enamorados. Se sentaron en un banco y sus gestos eran un hermoso poema de felicidad… Así describe, grosso modo, el extinto poeta y escritor almeriense, Julio Alfredo Egea, en su relato “El proyector” –incluido en el volumen “La Rambla” (1989)- el bautismo cinematográfico de su pueblo, que quedó interrumpido bruscamente: “Yo perdí `para siempre una esperanza, aquel sueño infantil con llegada de arcángeles, y volvió el recuerdo de aquella noche, de aquel primer renglón de todos los dolores, de todas las historias que cruzaron mi niñez desconcertada, y seguí viendo los ojos mansos y humillados de Charlot pisoteado por aquel hombrón siniestro, en la película interrumpida en aquel anochecer del dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis”.
En este julio rodante el olor a verano vuelve a embriagar las noches más cinéfilas de los pocos cines de verano que aún funcionan. El olor de verano puede llamarse jazmín, madreselva, adelfa o cilantro, aromas aliñados con tufos de hamburguesas o perritos calientes; son, en definitiva, el incienso que perfuma una de las costumbres más extendidas y tradicionales de los españoles durante las décadas de los cincuenta, sesenta, setenta y parte de los ochenta: La asistencia a las sesiones de los cines-terrazas de verano.
Una acertada, divertida y sugestiva tradición que sucumbió, en gran parte, con la llegada de los videoclubes, los nuevos hábitos veraniegos, las innovadoras formas de ocio , y sobre todo la venta de los inmuebles donde se ubicaban tan preciadas “salas”, pero que ponía al alcance de las familias al completo la posibilidad de aliviar las cálidas noches estivales con la visión de una variedad de cintas de diferentes subgéneros y compartir las cenas de los ambigús, bocaterías y hamburgueserías.
Durante años los cines de verano fueron una especie en peligro de extinción, que llegó irremediablemente a muchas ciudades y municipios. Tras años de sequía, han tenido que ser las instituciones públicas las que han tomado el relevo para impulsar de nuevo esta opción de ocio estival. Una alternativa que de forma privada aún se mantiene verbigracia en Aguadulce, en Garrucha, en Vera y en diferentes capitales como Sevilla, Málaga o Córdoba.
De aquellas singulares proyecciones sabía mucho uno de los pioneros y más prestigiosos operadores de cámara de Televisión Española, recalado en Andalucía: Domingo Jiménez Toledo , “El Primo”, un profesional curtido en miles de batallas que hizo de la imagen la más exquisita herramienta de trabajo. Antes de formarse en el Instituto de Investigaciones Cinematográficas de Madrid, “El Primo” fue proyeccionista durante varias temporadas de la terraza cinematográfica “El Zenete”, uno de los extintos cines de verano más antiguos de la capital nazarí.
Allí funcionó también durante un buen puñado de veranos de los setenta y ochenta el “Alameda”, un imprescindible cine donde el habitual atuendo de sábanas, mantas y colchas de los clientes –estudiantes y jóvenes en su mayoría- le asignó una popular denominación: El cine de las mantas. La memoria colectiva puede escribir infinitos renglones acerca de experiencias y vivencias de estos míticos cines que se hicieron a imagen y semejanza de su variopinta clientela.
Veranos atrás, cuando paseaba la noche única de una de las nobles plazas de mi pueblo avisté una suerte de sábana blanca en una pared sobre la que un vagabundo y Scraps, una perra errante, se hacen inseparables amigos y se unen en pro de un mismo objetivo: conseguir comida. Se trataba de una de las proyecciones programadas por ayuntamientos y diputaciones para llevar el cine al verano de los pueblos. Allí estaba Charles Chaplín en su “Vida de perro”. Recordé entonces al precursor proyector de Julio Alfredo Egea y los desaparecidos cines de verano, los cines para soñar el verano.
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