Claro que conocí a Tico Medina. Quizá no coincidiese con él tantas veces como otros colegas incluso más veteranos que yo, pero siempre mantuvimos una buena relación. Era, con un par de compañeros más que aún se mantienen erectos ante el ordenador y en orden y concierto con las palabras, uno de los últimos referentes de aquel periodismo del postrer franquismo, que era un régimen donde ejercer el periodismo resultaba, si no eras un pelota redomado, muy difícil. Incluso para los que eran ‘del Régimen’.
Escolástico Medina no era ‘del régimen’. Ni de la oposición. Era nada más --nada menos-- que un periodista que tocó todos los palos, y en todos ellos --o en casi todos-- puso talento, pero nunca peloteo. Por supuesto, ni fue ni quiso nunca ser uno de esos prescriptores que siempre andan diciendo cómo debe o no ser el periodismo, qué información hay que dar y cuál ocultar. Fue popular y querido y luego, tras eso, olvidado --hay que acostumbrarse a que la popularidad no dura para siempre, y sobre eso hay muy pocas excepciones: ninguna derivada de ser una estrella de la tele, que es una picadora de carne de protagonistas--. Las últimas veces que hablé con él, Tico me pareció algo sumergido en esas aguas pantanosas del que se sabe preterido tras haberlo sido casi todo: les ha pasado a muchos colegas, me pasará, en la humilde medida que me corresponda, a mí mismo. A todos.
Tuvo casi todos los premios apetecidos en la profesión, y los mereció porque tuvo un estilo rupturista, lejos de manierismos y de encasillamientos. Claro, esta época, la del nuevo-nuevo periodismo, en la que los profesionales han de ser casi unos técnicos con más números que alma, no era ya la de Tico desde hacía muchos años. Puede que tampoco la mía ni la tuya, aunque a veces nos abrumen con peticiones de consejos y peticiones para que vayamos a hacer ‘bolos’ (gratis et amore, claro) o para que prediquemos en redacciones que se van innovando hasta donde nosotros no lo comprendemos ya.
Creo, insisto, que la última vez que charlé con Tico para pedirle una colaboración que no pudo ser para un libro sobre periodistas, él estaba ya curado de espanto, del lado de esa humildad que sabe que el tiempo huye de manera irreversible. Quisiera creer que ha pasado a la historia del periodismo, pero no estoy seguro de que los periodistas ‘de calle’, como era Tico, encuentren una acogida demasiado larga en las páginas de la Historia. Decir que con Tico Medina se va una época es, por obvio, uno de esos tópicos que yo aquí no debería ya ni siquiera repetir, aunque lo hago.
Me consuela saber que Tico disfrutó de la profesión como seguramente no podrán hacerlo la mayor parte de los jóvenes que eligen este sacerdocio. Lo siento por ellos, pero estoy seguro de que, si los nuevos colegas tienen solamente un diez por ciento de la vocación de Tico, arrostrarán todos los inconvenientes y obstáculos que nos asedian en esta época que tampoco es precisamente la de la gran transparencia.
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