Murió hace justo treinta y tres años, en aquellos finales de los ochenta que abrieron definitivamente España a la modernidad. Fue un hombre avanzado a su tiempo, un emprendedor nato en un pueblo como Lanjarón, que durante décadas era el destino de verano de gente de toda España e incluso de acaudalados árabes que llegaban para tomar el agua mineral de su famoso Balneario.
Era la Marbella de entonces, pues además del benigno clima tenía estupendos hoteles, bares y restaurantes. El propio Federico García Lorca pasó algunas vacaciones allí, y Lupe Sino, la novia de Manolete, hubo de salir a toda prisa de Lanjarón camino de Linares, donde el toro Islero había corneado mortalmente al legendario diestro cordobés. Este era el contexto del pueblo que había visto nacer a mi abuelo Manuel Gutiérrez Machado, padre de mi padre.
El tiempo agiganta a ciertas personas. Mi abuelo es una de ellas. A pesar de que no tuve la misma relación que con mi otro abuelo, Sebastián Delgado Palomares, un héroe de la aviación de la posguerra en España, personificaba la figura del empresario en toda la amplitud de la palabra.
Se marchó de casa a los quince años para buscarse la vida, regentó un bar y más tarde levantó el hotel Paraíso, junto a la cafetería del mismo nombre; dio trabajo a muchas personas cada verano y en invierno reinvertía parte de las ganancias en mejorar los negocios. Pero lo que más admiro hoy de él fue su extraordinaria visión empresarial, su capacidad de anticiparse y de innovar continuamente.
Al igual que mi padre, referencia como persona y como empresario, dirigió los negocios sobrevolándolos desde arriba. Quiero decir que tuvo siempre la perspectiva idónea para conocer las debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades de su negocio. Eso es lo que yo entiendo como un gran empresario, aquel capaz de visualizar dónde y cómo quiere estar en un plazo de tiempo determinado con su compañía, a sabiendas de que podrán presentarse diferentes imprevistos.
Mi abuelo fue un visionario porque fue imaginativo. Ricardo Llamas, fundador de la firma Deportae, dijo en una charla a la que asistí algo que me encantó: “lo difícil no es trabajar, eso es muy fácil, lo verdaderamente complicado es pensar”.
Tenía toda la razón. Pero en este país muchas personas todavía siguen hablando bien del pequeño emprendedor y mal o muy mal del gran empresario. Ambos son necesarios, pero los segundos son capaces de cambiar por completo sus entornos y mueven a soñar a quienes se suman a ellos porque dedican mucho tiempo a pensar.
Exactamente como mi abuelo Manolo en aquella ambientadísima Lanjarón antes de que la gente se fuera en masa a las playas, que habían puesto de moda las suecas con sus revolucionarios biquinis.
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