Vengo de unos días de viaje, lo que significa un refresco total de los sentidos. Ves, escuchas, hueles, saboreas y tocas cosas distintas, de modo que vuelves a casa diferente a como te marchaste. El destino ha sido esta vez Portugal y varias ciudades españolas.
Antes de llegar al país vecino junto a mi mujer y mi hija hicimos parada y fonda en Mérida, la vieja y romana Emérita Augusta. Grecia es la cuna de nuestra civilización –vayan si pueden a Delfos, una maravilla- pero el Imperio Romano fue tan extraordinario que resulta muy difícil sustraerse a la belleza y emoción que a uno le embarga cuando franquea el gran Teatro de la ciudad extremeña o su impresionante Circo, donde las cuadrigas disputaban excitantes carreras. O los mosaicos de villas como la de Mitreo, que muestran el esplendor de la clase pudiente.
Soy un enamorado de Roma y si me dieran a elegir otra época de la Historia en la que vivir sin duda sería aquella. Como patricio, claro. No va a ser como esclavo. Allí no se aburrían nunca: cuando no era el teatro era el circo, las termas o una lucha de gladiadores en el anfiteatro.
Naturalmente, los romanos de entonces carecían de los parámetros morales de hoy y, por tanto, hay que juzgarlos en su contexto. Pero debieron ser gente animadísima, que no te decía que no a ningún plan: Cayo Aurelio, ¿te vienes a la bacanal que ha organizado en su villa el gran Tito? Y así todas las semanas. Cuando el Imperio hincó el pico (normal con ese frenesí y desenfreno) Occidente se oscureció. La Edad Media jodió el invento. Hasta que llegó el Renacimiento.
Dejamos atrás Mérida y nos dirigimos a Lisboa, una de las ciudades con mayor encanto de Europa, con permiso de la vecina Oporto, donde por cierto no cabía un alfiler. Quien dijo que el mundo iba a cambiar tras la pandemia estaba tan enterado como Joe Biden sobre el futuro de Afganistán y los talibanes. En la desembocadura del río Duero disfrutamos de buen vino y manduca y también de la amabilidad de la gente.
Como Ana, la directora de nuestro hotel, tan atenta, resolutiva y encantadora que hizo muy agradable nuestra estancia en Oporto. El mundo progresaría más con personas como ella. Tuvo, además, el buen gusto de recomendarnos Guimaraes que, junto con Évora y Coímbra (no confundir con la cafetería), constituyeron la guinda del pastel de este viaje que terminaría en Zamora –impresionante su catedral románica- y Salamanca, cuya Universidad y riqueza cultural contradicen el atraso generalizado del Medievo. Y bueno, ya estamos por aquí otra vez, que hoy torea en Almería Morante y mañana Pablo Aguado y no me lo pienso perder.
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