Se podría escribir una biografía de la ciudad con la vida de sus camareros y de sus empresarios de hostelería que han hecho historia a lo largo de los últimos dos siglos. Muchos de aquellos profesionales formaban parten de la raza de camareros, como si hubieran nacido para ese oficio, con el que vivieron y en el que murieron.
Uno de aquellos servidores incombustibles fue José Sáez Soria, de cuyo fallecimiento se han cumplido setenta años. Su vida fue la de uno de los establecimientos más importantes que tuvo la ciudad: el Café Suizo. Antes de cumplir los veinte años, José Sáez entró a trabajar en sirviendo mesas. Corría el año 1897 y el establecimiento era un lugar de referencia en la ciudad. Todas las mañanas, antes de que amaneciera, José bajaba desde su casa, en la calle Majadores (hoy doctor Paco Pérez) para abrir el bar. Durante cerca de medio siglo, él fue parte del negocio, un trozo de esa esencia de Café acogedor y generoso que tanta fama le dio al establecimiento.
José Sáez fue uno de aquellos camareros antiguos, fieles y agradecidos, que vivían su profesión con tanta intensidad que la convertían en su forma de entender la vida. Sin serlo, era el dueño del lugar, el encargado de levantar las persianas y de echar el cierre, el alma que recorría las mesas sirviendo cafés, siempre dispuesto a llevarle una jarra de agua a un pobre, aun sabiendo que no llevaba un céntimo encima.
De sus primeros tiempos recordaba que entonces era costumbre pedir tintero, papel y pluma al camarero, así como llevarle los periódicos a los clientes como si fueran el aperitivo con el desayuno. El Café Suizo era un lugar frecuentado por poetas vocacionales, por escritores frustrados que se pasaban las mañanas buscando las musas al calor de una taza de café y por cronistas de prensa que buscaban las noticias por los veladores del bar.
José Sáez contaba que del contacto diario con este tipo de personajes le vino una vena creadora que lo impulsó a escribir pequeños poemas que llegó a publicar en los periódicos. También colaboró con algunos comercios haciendo publicidad en verso. La tienda de ‘el Rinconcillo’, una de las más acreditadas de Almería, lo contrató para una campaña publicitaria. Uno de los mensajes que escribió el inspirado camarero decía: “Dijo el inmortal Cervantes, con su natural talento, que el sombrero es complemento de los hombres elegantes. Y si logras por ventura comprarlo en el Rinconcillo, con su calidad y su brillo ensalzarás más tu figura”.
El camarero del ‘Suizo’ era célebre en la ciudad por su generosidad. Los niños pobres que a comienzos de los años treinta empezaron a vender los cupones de los Iguales por las calles de Almería, paraban mucho en la puerta del Café porque el camarero siempre tenía algún detalle con ellos. No sólo los invitaba a un vaso de leche, sino que además ayudaba a sus padres para que fueran bien abrigados.
Hasta finales de los años veinte, era habitual que el Café Suizo ofreciera por las noches actuaciones musicales. Uno de los pianistas de confianza del local, el maestro Adolfo Montero, fue protagonista de una de los sucesos más trágicos que tuvo que vivir el ‘Suizo’. En la noche del diez de enero de 1905, después de su actuación diaria, el músico fue asesinado a puñaladas en la calle Méndez, a manos un hombre celoso.
El Café Suizo siempre gozó de buena fama entre los artistas. Al fondo de la sala tenía un pequeño escenario de madera, (que hoy se conserva en la zapatería que lleva el mismo nombre), donde actuaban las vocalistas más prestigiosas del momento. Las noches que había función el lleno era absoluto y el humo del tabaco formaba una cortina tan espesa que se podía cortar con un cuchillo.
El Café mantuvo su esplendor hasta la Guerra Civil, en manos del empresario Juan Ruiz Mañas. En mayo de 1939, un nuevo propietario, Diego González Bascuñana, intentó reflotar el negocio y contrató a la orquesta Liberia con la voz de Magdalena Álvarez para recuperar el esplendor de los viejos tiempos. Pero las restricciones y la escasez de la época terminaron por hundirlo.
En agosto de 1941 aparecía un anuncio en el Yugo anunciando la desaparición del ‘Suizo’. “Por cese de la industria y cierre del establecimiento se venden todos los enseres”, decía la esquela.
José Sáez Soria, el viejo camarero del Suizo, estuvo hasta el último día en su puesto. Después de cuarenta y cinco años sin descanso, en 1945 le concedieron la Medalla del Mérito al Trabajo.
Murió en febrero de 1951. Unos años antes le había dejado escrito a su esposa cómo quería que fuera su entierro: “Te ruego que mi cadáver lo amortajes con el hábito de la Virgen del Carmen, el ataúd que sea el más pobre, con un crucifijo sobre la tapa que al darme sepultura conservarás y después nuestros hijos, como recuerdo mío. Aunque pudieras costear un nicho, te ruego que no lo hagas. Nuestros padres y nuestros hijos fueron a tierra y ese lugar es el mío”.
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