Hace un tiempo cayó en mis manos el libro ‘Garbo, el espía’, de Stephan Talty, que trata la fabulosa historia de un agente doble español que facilitó el desembarco de Normandía durante la II Guerra Mundial. Se llamaba Juan Pujol García, era catalán, y su vida merece ser conocida por todos los españoles. Por asombrosa, por novelesca y porque gracias a su ingenio e imaginación ayudó a la victoria aliada en la contienda más terrible de toda la Historia.
Tras la Guerra Civil española, nuestro protagonista se ofreció al servicio británico de espionaje MI5 como espía, pero le dijeron que naranjas de la China. Los alemanes sí, de manera que comenzó a colaborar con la Abwehr creando ficticios agentes colaboradores e inventando escuadras de barcos y ejércitos para hacerles creer que contaba con la mejor información sobre sus enemigos.
Una vez pudo demostrar a los británicos que iba en serio, acreditando sus comunicaciones con los nazis, lo reclutaron y enviaron a Londres. Tenían ante sí a un tipo que había trabajado por su cuenta como lobo solitario y era el momento de exprimir su inmenso talento.
El desembarco de Normandía, plasmado por Steven Spielberg con formidable realismo en la impagable ‘Salvar al soldado Ryan’, es la historia de un engaño perpetrado por el mismísimo Garbo. Durante aquellos días de primavera de 1944 las costas francesas estaban armadas hasta los dientes por los alemanes, ya que esperaban una inminente invasión marítima. Pero no sabían dónde se produciría exactamente. Nuestro hombre convenció a los nazis de que el ataque por Normandía constituía un señuelo, pues la verdadera invasión, les dijo, se produciría en Calais. Hitler, que creía a pies juntillas a Alaric –su nombre en clave dentro de las potencias del Eje-, le hizo caso y centró las defensas en el Paso de Calais, mientras que las playas de Normandía, aunque muy fortificadas, pudieron ser superadas por los aliados. Incluso después de la famosa batalla, Hitler todavía creía que les atacarían con una flota todavía mayor por Calais. Pero cuando se quiso dar cuenta los aliados habían dominado ya el norte de Francia. El final de la guerra era cuestión meses, apenas un año.
Al término de la contienda Juan Pujol huyó y se ocultó en Venezuela: temía represalias de los nazis supervivientes y fugados de Europa. Inventó su propia muerte en África y no volvió a ver a los hijos de su primer matrimonio hasta que un novelista inglés, Nigel West, lo descubrió en el país sudamericano en 1984. El MI5 y el duque de Edimburgo lo homenajearon en Londres y pudo volver a ver sus hijos en Barcelona, cuando lo habían dado por muerto.
La obra de Juan Pujol fue, sencillamente, deslumbrante. Pero no sólo por el feliz resultado de su hazaña sino porque fue la única persona de la II Guerra Mundial en ser condecorado por los dos bandos: con la Orden del Imperio británico y la Cruz de Hierro alemana, ambas en 1944. Una prueba irrefutable de que estamos ante un hombre único cuya astucia fue absolutamente clave para debilitar y vencer a los nazis.
Cuando regresó a España en 1984 dijo en una rueda de prensa que Hitler le parecía un enemigo de la humanidad. Los periodistas le preguntaron la razón por la que había montado todo ese tinglado y entonces a Garbo los ojos se le llenaron de lágrimas y afirmó: “Mi padre (quien le inculcó un profundo pacifismo) me enseñó a amar la libertad”.
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