De la Unión Europea nadie se va si no quiere. Polonia, o Hungría, no han dicho que quieran salir, como sí hizo el Reino Unido y ahora paga las consecuencias. Pero, aunque no enfilen la puerta de salida, hay que saber que en la Unión Europea no se puede permanecer vulnerando sus principios: no se trata solo de un club económico con mercado único, sino también de una alianza en la que se comparten valores democráticos que definen el estado de derecho. Si el Tribunal Constitucional polaco se declara por encima de los Tribunales Europeos, como acaba de posicionarse desafiante, o cuando numerosos ayuntamientos de ambos países se jactan de ser “municipio libre de homosexuales”, tiene poco sentido que continúen en la Unión. La presidenta Úrsula von der Leyen y los gobiernos alemán y francés lo advierten con firmeza.
Polonia y Hungría han destacado en los últimos años como países de difícil encaje en los criterios democráticos, lo mismo que pasa en el resto de países europeos con los partidos de extrema derecha que, por fortuna, no gobiernan. Sabíamos de su tendencia euroescéptica, pero el desafío polaco lo sitúa en un escenario de sanciones económicas inevitables. En el Parlamento Europeo ya se pide suspender a Polonia los Fondos de Recuperación, aún no autorizados por no aprobarse su plan técnico. Y otros fondos, como el Feder, pueden ser congelados. “Es una perspectiva muy difícil para Polonia, porque su empeño en vulnerar normas básicas del estado de derecho le puede reportar un altísimo coste económico”, estima el eurodiputado español Domènec Ruiz Devesa, muy cercano al vicepresidente europeo Josep Borrell. Ruiz Devesa no cree que vaya a producirse un “Polexit”, como especulan algunos analistas. El Brexit ya demostró que ese divorcio es muy caro también socialmente, y se puede ver ahora con el desabastecimiento y los brotes de ira de la población. Políticamente hay riesgos porque la ciudadanía polaca es europeísta y la pérdida de fondos de Bruselas irritará con seguridad.
Europa es de muy difícil gobierno porque las distancias económicas y culturales de los 27 países miembros de la Unión son muy notables. Para complicar más las cosas, la toma de decisiones en el seno del Consejo Europeo debe hacerse por unanimidad. Eso supone negociaciones agotadoras porque un pequeño país miembro como Malta, con solo medio millón de habitantes, puede paralizar acuerdos de mucho calado dado que su voto vale lo mismo que el de Alemania, con 83 millones.
En un escenario de tensiones internacionales crecientes en el que se necesita la acción de la Unión Europea como potencia equilibradora, su dificultad para tomar decisiones con un farragoso sistema de votación, reduce su capacidad de intervención a la velocidad requerida. Si a ese mecanismo, que debe ser reformado para pasar a un sistema de mayorías compensadas retirando la unanimidad, se le suman conflictos internos como el que se ha planteado con Polonia, la perspectiva se agrava.
Menos mal que el fin de semana nos ha traído la buena noticia del acuerdo de 136 países en el seno de la OCDE para establecer un impuesto mínimo de 15 por ciento en sociedades desde 2023. Diez años de negociaciones ha costado. El acuerdo, que supone reasignar 125.000 millones de dólares al año, ha sido suscrito por Irlanda, Estonia y por Hungría, tres países de la Unión situados en la frontera de paraísos fiscales. Un rozamiento interno menos.
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