No soy de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero tampoco de los que asumen que cualquier novedad significa una evolución lógica de la Humanidad. Como si todos tuviéramos que aceptar inevitablemente los preceptos que nos marca una sociedad restallante de tecnología, como la que promete el todopoderoso y controvertido Mark Zuckerberg con su Metaverso, una burbujeante realidad virtual con el principio activo de la adicción como norma de uso, tal cual el resto de sus juguetes: Facebook, Instagram y WhatsApp.
La tecnología ha hecho avanzar el mundo, pero como tecnología tenemos el propio libro, desde que Gutenberg inventara la imprenta, que pervive hoy frente al incipiente Matrix que se aplica en suplantar la realidad y convertirnos a todos en atolondrados autómatas. La cosa va de esto, no nos engañemos. Pero la diferencia con los inventos surgidos en los últimos siglos es que hoy las personas somos como el perro de Pavlov, y ellos y ellas, desde sus grandes corporaciones de Internet, activan aquellas regiones del cerebro para que deseemos más comida, en este caso dopamina en cantidades industriales.
La experiencia suele ser virtual, pero los peligros muy reales, como tener al personal absorbido frente a las pantallas y deshumanizándonos cada día un poco más que el anterior. No defiendo, insisto, la inexistencia de estas chucherías tecnológicas, pero debemos conocer las intenciones verdaderas de quienes nos ponen sus señuelos de una vida conectadísima y súper feliz.
Hace unos días llevamos a mi hija al cine a ver una película de dibujos animados, ‘Ron da error’. Cuenta la historia de unos niños que tienen como su mejor amigo a un robot fetén (soy hijo de los ochenta: me encanta este adjetivo). Salí del centro comercial pensando en cómo ya están preparando a los más pequeños para una vida estupefaciente de algoritmos, voces y formas impostadas y una compleja telaraña audiovisual de la que resulta muy difícil escapar.
Alguno dirá que siempre ha sido así, que nuestros padres y abuelos abjurarían del progreso en su día, que los tiempos avanzan y que no podemos poner puertas al campo. De acuerdo, pero el componente de la adicción nunca ha aparecido con tanto descaro. Ante esto me rebelo yo. No ante el invento en sí, sino frente a la manipulación de las personas a través de la adicción intrínseca de dichas aplicaciones o artefactos, tan seductores como susceptibles de infantilizar a la gente. O sea, de volvernos cada día un poco más dependientes, manipulables y, en definitiva, idiotas.
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