Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 26 feb. 2012
Cuando en el despacho de dirección de La Voz elaboramos el contenido del especial contra el acuerdo de la UE con Marruecos que este periódico llevaría a Estrasburgo, Paqui Iglesias, Andrés Góngora y Francisco Vargas nos sugirieron que incluyéramos a un dirigente de Greenpeace entre los agricultores, empresarios, agentes sociales y políticos que valoraban el impacto que el acuerdo tendría en el sector agrícola del sur de Europa y, a la par, opinaran- con libertad total, como no podría ser de otra forma-, sobre las diferentes condiciones sanitarias, laborales y medioambientales de los procesos productivos de cada zona.
La sugerencia de los dirigentes provinciales de UPA, COAG y ASAGA nos pareció muy interesante. Muy oportuna también. A Greenpeace, por el contrario, no.
Su respuesta a nuestro interés fue el silencio. Contactamos con dos dirigentes de la organización y la opinión solicitada nunca llegó porque nunca tuvieron voluntad de que llegara. ¿Por qué esta huida hacia el silencio cuando estamos hablando de territorio? ¿Desconocían Almería? Imposible, tienen casa con vistas en Carboneras. ¿No era, quizá, un tema relacionado con el medio ambiente? Que son los invernaderos sino una mezcla combinada de tierra, agua, sol, aire y calor.
La agricultura como la industria o el turismo- como cualquier actividad humana en suma- encierra en sus procesos productivos una multiplicidad de factores concurrentes que los convierten, inevitablemente, en desarrollos de amplio espectro y, por tanto, con incidencia en territorios humanos y espaciales a tener en cuenta; muy en cuenta.
El cultivo de una planta no puede considerarse un gesto aislado en el que sólo el producto merece ser valorado. La manos que lo trabajan, los aportes hídricos u orgánicos que le hacen crecer, el uso del territorio, las emisiones contaminantes que provoca su cultivo o traslado son aspectos imprescindible para analizar el proceso en toda su dimensión.
El tomate que llega a su mesa ha sido plantado, cuidado y recolectado por trabajadores que han hecho su trabajo en unas determinadas condiciones laborales (por cierto, a cinco euros -cinco- la jornada en Marruecos; a cincuenta en Almería); un bien tan escaso como el agua que les hace crecer puede utilizarse de forma racional mediante la utilización de tecnología punta, o abusiva, sobreexplotando de forma peligrosa e irresponsable las reservas existentes y provocando déficits acumulados de imposible solución. El uso del territorio puede hacerse desde el respeto que garantiza su uso por las siguientes generaciones o desde la explotación incontrolada que acabará destruyéndole. Las garantías de sanidad pueden ser observadas desde controles adecuados a la mayor exigencia, o ignoradas en el baúl desdeñoso de su inobservancia. Los sistemas de transporte utilizados en su traslado, desde el lugar de cultivo a la terminal del híper, no son neutrales, pueden ser más o menos emisores del CO2 en función de la distancia o el medio de transporte utilizado.
A la vista de lo anterior, ¿alguien puede defender el silencio de quienes enarbolan- y hacen bien (cosa distinta es coincidir o no con sus criterios)- la defensa del medio ambiente?
Hay silencios que son más sonoros, mucho más sonoros, que mil palabras.
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