Recuerdo la figura del niño albino que bajaba del barrio del Quemadero en los días festivos con un manojo de globos cogidos de un ramo de cañas. Formaba parte del paisaje del Parque en la feria, del Paseo en la tarde de la procesión del Corpus y de la Plaza de San Pedro el Viernes Santo a la salida de la procesión del Santo Entierro.
Mientras que los otros niños íbamos a disfrutar de las fiestas y de los desfiles, aquel vendedor ambulante se dejaba la suela de sus humildes sandalias mientras esperaba la generosidad de algún parroquiano que le pusiera una moneda de peseta entre las manos. Se colaba entre los penitentes, desafiaba a los caballos de la Guardia Civil, se internaba entre las carrozas buscando un hueco donde poder ofrecer su mercancía.
Seguramente, aquel niño no tuvo la oportunidad de terminar la escuela ni de disfrutar del tiempo libre en los días de vacaciones. Su infancia fue el trabajo, como la de tantos niños que se vieron obligados a llevar un sueldo a su casa para sobrevivir.
Por esa época, a finales de los años sesenta era habitual ver a menores de edad trabajando por las calles. Abundaban los niños que vendían los frutos secos, los que iban con las cestas de mimbre en el brazo; lo mismo te los encontrabas recorriendo las playas en verano que los domingos por la tarde en el campo de fútbol. Otros tenían más suerte y encontraban la oportunidad de aprender un oficio pasando por las aulas de la Escuela de Formación, que fue una auténtica universidad para varias generaciones de almerienses, o entrando directamente en algún taller o en alguna tienda para poder adquirir una formación.
Para muchos niños almerienses entrar de aprendiz en un taller, en una tienda o en un garaje era asegurarse el pan en un futuro. Aprender un oficio era como hacer una carrera sin tener que terminar los años de colegio. La mayoría de aquellos adolescentes dejaban los libros de forma prematura porque sabían que sus familias no tenían recursos suficientes para costearles los estudios y no tenían otra salida que ingresar como aprendices a las órdenes de un maestro.
En los años cuarenta y cincuenta, la ciudad estaba llena de pequeños talleres. Era difícil encontrar una calle donde no hubiera una carpintería, un taller de ebanistas, una fontanería, un mecánico o un electricista. Los padres iban a hablar con los maestros para buscarles un hueco a sus hijos en aquellas academias de oficios donde aprendían la disciplina del trabajo, la habilidad de una profesión determinada y además se apartaban de los peligros de la calle.
En 1941, el Boletín Oficial de la Provincia publicó una orden del Ministerio de Trabajo en la que se incentivaba la contratación de aprendices por parte de los empresarios, estableciendo premios en metálico a los maestros de talleres y fábricas que tuvieran el mayor número de aprendices en sus plantillas.
Ese mismo año, en la Escuela de Artes y Oficios se pusieron en marcha los cursos de aprendizaje en los que los muchachos aprendían un oficio asistiendo a seis horas diarias de clase con un jornal de cinco pesetas al día.
Había niños que tenían el privilegio de ingresar como aprendices en Oliveros o en Cabezuelo, que eran los talleres más prestigiosos de fundición que había en Almería, de donde salían los mejores soldadores y los fresadores más reconocidos, pero la mayoría acababan empleándose en las pequeñas factorías de barrio. Abundaban los talleres de carpintería y oficios relacionados con esta profesión. Fueron muy célebres el taller de Ángel Alcaraz en la calle Padre Santaella, el del maestro Moya en la Plaza de San Pedro, el de Rafael Cazorla en la calle Garcilaso, el de Juan Valdivia en el Barrio Alto, el de Leandro en la calle Gran Capitán, el del Moisés en la calle Campomanes, el del maestro Mañas en la calle de Floridablanca, el de la tapicería Marín en la calle Martínez Campo.
Los niños de la Plaza de Pavía y de la Almedina tenían como referencia el taller del maestro Antonio Martín Zarapuz, situado en la calle Espejo. Era una auténtica escuela de barnizadores donde entraban los aprendices con once años y podían estar un año trabajando sin cobrar una sola peseta. Al cabo de los meses, a los que demostraban estar capacitados para continuar, se les asignaba un sueldo que no pasaba de las doce pesetas mensuales. De vez en cuando, aparecían por los talleres los inspectores de trabajo para comprobar si los obreros estaban dados de alta y si las condiciones profesionales de los aprendices eran las estipuladas.
Muchos empezaban a dar sus primeros pasos en el mundo laboral en una confitería. Entraban en el obrador siendo niños y allí, observando como trabajaban los mayores, iban aprendiendo todos los secretos del oficio. Confiterías como La Flor y Nata o la Dulce Alianza, fueron auténticas escuelas, santuarios del aprendizaje. Los niños solían pegarse más al obrador, mientras que las niñas tenían más salida en los mostradores de cara al público.
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