Los que se llevaban de calle a las niñas

Había quien ligaba sin querer, mirando para otro lado, y el que no ligaba ni de rebote

En la foto, el Zodiaco, uno de los puntos de encuentro de la juventud en los años 70. Estaba situado en el Paseo.
En la foto, el Zodiaco, uno de los puntos de encuentro de la juventud en los años 70. Estaba situado en el Paseo.
Eduardo de Vicente
21:00 • 01 jun. 2022

Los adolescentes de hace cuarenta años salíamos a ligar. Para disimular solíamos utilizar el eufemismo aquel del “yo salgo a divertirme”, pero era una verdad a medias porque casi todos íbamos en busca del mismo objetivo ya fuera en un baile casero, en una discoteca, en el pub de moda o en un inocente paseo por el Parque.



Sí, salíamos a ligar porque en aquel tiempo no existía el botellón que tanto entretiene ahora, ni podíamos permitirnos el lujo de meternos toda la tarde en un bar a beber porque la gente joven de entonces manejaba menos dinero y salvo algunas excepciones la mayoría afrontaba el fin de semana con el presupuesto justo para tomarse unas cañas, ir al cine, comprarse un paquete de pipas en el kiosco del Paseo y pagarse la entrada de la discoteca. 



Ligar era gratis y a la vez una necesidad fisiológica que se convertía en la ilusión de los fines de semana. Ligar era un reto y si lo conseguías volvías a tu casa como si hubieras ganado Roland Garros y te pasabas la semana contándole el triunfo a los amigos. 



Ligar era un verbo lleno de ingenuidad. Le llamábamos ligar a coger de la mano a una ‘niña’ y a que ella lo aceptara; le llamábamos ligar a que te diera el teléfono, a que te dejara que la acompañaras hasta la esquina de su calle, a que compartiera contigo una cerveza sin la compañía de las amigas y si al final te dejaba besarla, ligar era el milagro que hacía eterno aquel instante. Quién no se acuerda de aquel primer beso que dimos en la oscuridad de un baile casero mientras sonaban las lentas. Era inolvidable, no solo por lo que significaba un beso, sino por la dificultad con la que te encontrabas en el proceso. 



Para llegar al beso, que era algo así como coronar en solitario el Tourmalet, había que recorrer un camino complicado. Aquello era una conquista con un final imprevisible. Podías estar toda la tarde rondando a la chica, podías estar convencido de que avanzabas, de que ya estaba en el bote, y al final, en un quiebro maldito del destino, ella te apartaba la boca y el beso se esfumaba en el limbo, volaba a ese rincón de las ocasiones fallidas donde iban los besos perdidos. 



Ligar tenía su partitura, su conducto reglamentario, sus leyes no escritas. Uno no podía llegar a una fiesta y a las primeras de cambio lanzarse a la conquista. Había que seguir un ritual y llenarse de astucia y de mucha paciencia, a no ser que estuvieras tocado por esa vara mágica que te convertía en ligón sin darte cuenta y te permitía llevarte de calle a las niñas sin gran esfuerzo.



Había quien ligaba sin querer, mirando para otro lado, y el que no ligaba ni de rebote. El ligón solía ser el más guapo, eso era indudable, y también el más seguro. No tenía que preocuparse por labrarse el camino, le bastaba con esperar su momento. Disfrutaba haciéndose el interesante, sintiendo que era patrimonio universal, el más mirado y el más deseado. Tenía el privilegio de no ser rechazado casi nunca y la ventaja de poder elegir. 



El ligón era el primero que besaba, mientras que los demás seguíamos en la trinchera batallando porque al menos nos dejaran rozarlas. El ligón cambiaba de pareja continuamente y todos lo mirábamos con envidia cuando el sábado siguiente aparecía con otra nueva conquista. El ligón solía tener un punto de exhibicionismo y disfrutaba dando a conocer a los demás su penúltima novia. “Con esta ya voy en serio”, solía repetir, pero todos sabíamos que por muy encandilado que estuviera su condición de ligón no le permitía la monogamia y no tardaba en volver a caer en la tentación.


Recuerdo aquellas tardes de domingo en la discoteca cuando el ligón se hacía fuerte en medio de la pista y los otros, el populacho, los acongojados por el maldito sentido del ridículo, teníamos que esperar en la barra apoyados en un vaso de cristal. 


Los que no bailábamos formábamos una tribu que hacía noche en la barra, colocados de forma estratégica con los taburetes apuntando a la pista. Allí nos hacíamos fuertes, agarrados siempre a una copa que nos ayudaba a superar el primer trago de timidez.


Inquilinos de barra, carne de taburete, reyes del cubalibre apócrifo y del paquete de Fortuna a medias, profetas de la paciencia en aquellas largas noches del fin de semana cuando vestidos de fiesta y oliendo a Brummel y a Patri soñábamos entre sorbo y sorbo con unos labios de mujer. 


Los que no bailábamos nos dedicábamos a mirar y lo teníamos complicado a la hora del ligue. Estábamos condenados a la estrategia y al azar, todo lo contrario que los osados bailarines, que solo con moverse al ritmo de la música ya tenían el éxito asegurado. 


Los que no bailábamos teníamos que soportar, de vez en cuando, la aparición en escena del bailarín cansado que buscando el alivio de la copa se acercaba a la barra para  recordarnos lo sosos que éramos y preguntarnos qué hacíamos allí sentados y aquella frase tan repetida de “si estás esperando a que se te acerque alguna lo llevas claro”. 


Sí, salíamos a ligar, poníamos toda la carne en el asador, nos perfumábamos con la mejor colonia, nos apurábamos el afeitado, nos vestíamos con lo mejor que teníamos en el armario, invertíamos nuestro escaso patrimonio en esa primera copa que nos llenaba de decisión, pero por mucho esfuerzo que pusiéramos de nuestra parte al final siempre acabábamos aprendiendo la misma lección: las que realmente ligaban eran ellas.


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