Es difícil comprender por qué las personas nos peleamos por los nombres propios. Ocurre cuando las parejas van a tener su primer hijo, que la futura madre quiere que perviva en su retoño el nombre de su padre, o de su madre y ocurre en los pueblos como Don Benito y Villanueva de la Serena.
No debería ser así, pues sobre el papel los nombres solo son etiquetas, signos que sustituyen a aquello que está ausente. Son sujetos pasivos a los que les enriquecen adjetivos y verbos. Yo seguiría siendo el mismo aunque me hubiera llamado Gumersindo, Telesforo o Atanasio.
Pero no está tan claro que sea así, es solo una teoría. Hay otra, la opuesta, que considera que tras el nombre hay mucho más, y todo importante. Es como aquel chiste viejuno que habría que recuperar en esta época pacata del pequeño indio sioux Gomarrota que le pregunta por su nombre a su padre Flechaardiente. Dylan cantaba que el hombre puso nombre a los animales y luego lo rehizo Sabina. En este sentido, el nombrar parece algo mágico, como cuando se invoca algo ausente al pronunciarlo. Es lo que hay detrás de aquel mandamiento de “no tomar el nombre de Dios en vano”. Sin embargo, los nombres son los mayores farsantes del lenguaje. De entre adjetivos, adverbios, verbos y otros elementos de cualquier lengua natural los nombres nos prometen la mayor fiabilidad en su trato con la realidad y nos entregan a cambio los mayores engaños.
Creemos que los nombres son los intermediarios perfectos con la realidad. Y si son nombres propios, son mucho más fiables que los nombres comunes, de clases y entes abstractos, como ‘sororidad’.
Es lo que creyó el genial Wittgenstein en su primera obra. Los nombres eran para el autor del ‘Tractatus’ los ganchos del mapa del lenguaje con los que toca y así refleja la realidad.
El genial austriaco acabó criticándose a si mismo mientras le llovían los obuses sobre su trinchera en la Primera Guerra Mundial. De ahí que haya acabado malamente la fusión de los municipios Don Benito y Villanueva de la Serena, en Badajoz, que se prometía tan ejemplar. Tras aprobarse en referéndum su fusión administrativa los vecinos de ambas ciudades han rechazado los nombres propuestos por una comisión de catorce expertos: ni ‘Mestas del Guadiana’ ni ‘Concordia del Guadiana’. Desconozco los argumentos y dudas de los habitantes de ambos pueblos. Seguramente leyeron más al segundo Wittgenstein que al primero.
Yo soy de estos. Cuando mi padre me dijo a hurtadillas que yo también me llamaba ‘Javier’, potencié en el colegio este nombre que entre la familia estaba tapado por el ‘Adolfo’ de mi abuelo. Estaba convencido de que ligaría más. Y aún no pierdo la esperanza.
No podría imaginar al moribundo Charles Foster Kane pronunciar otro nombre que ‘Rosebud’ mientras da su último suspiro o a Totó decir otro nombre que el de Fredo, o a Pedro gritar algo distinto a ‘Wilma’. Michele sería otra canción sin ese nombre aunque la cantara Paul igual y Eleanor Rigby parece que era el nombre destinado a recoger el arroz de la iglesia del padre McKenzie.
Nombran las brujas en sus akelarres y nombran los amantes al llegar a la muerte dulce. “Amparo, si finges, al menos hazlo con mi nombre”, diría aquel. Creo que los nombres propios son importantes. España no es la misma desde que no hay Paquitos ni en la escuela ni en el rellano del portal.
Nuestra relación con los nombres propios es como la de los niños que juegan con sus muñecos, creemos que tienen vida y personalidad, que son especiales. Pero no, no es así. Al aferrarnos a los nombres, nos engañamos a nosotros mismos y damos la espalda al engaño todo del lenguaje. Aunque oigo el nombre de Rafael Nadal y vuelvo a confiar en los nombres propios y el primer Wittgenstein.
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