Cada vez que un cargo público o alguien con cartel mediático incurre en un petardazo sintáctico como consecuencia de su postración ante las imposiciones del discurso políticamente correcto, admito que mi inicial reacción de alipori o vergüenza ajena compartida, se va diluyendo poco a poco ante la sensación de una cierta justicia poética. “Ahí la llevas; báilala”, pienso. El último, en su acepción de más reciente protagonista de este palmarés del ridículo, ha sido el secretario provincial del PSOE, Juan Antonio Lorenzo, que en el vértigo de esta campaña electoral en la que se urge a los políticos para que digan algo cada pocos minutos, nos sorprendió el otro día con un constructo fascinante. El señor Lorenzo dijo, textualmente, que “el sesenta por ciento de los parados o paradas almerienses son mujeres”. Es decir, que según el máximo responsable de los socialistas almerienses hay hombres en paro que en realidad son mujeres. Claro que incluso por ahí encontrarían un asidero los apóstoles del talibanismo verbal, porque a ver quién es capaz de asegurar que no haya por ahí algún parado almeriense que se sienta una mujer parada dentro de un cuerpo desempleado. Pero no tiraré mucho de ese hilo, porque me temo que habría quien sería capaz de establecer un deslumbrante catálogo de orientaciones, denominaciones y escalafones de sexualidades asumidas, intuidas, pretendidas o aplazadas. Y francamente, yo estoy ya mayor para tan amplia gama y extenso surtido. En todo caso, y aquí es donde quiero llegar, cada vez son más frecuentes los casos en donde la ridícula pleitesía a la deformación ideológica del lenguaje hace quedar como idiotas a personas razonables sin que, y esto es lo grave, crezca el sentimiento de hartura y rechazo ante tanto disparate. Poco a poco, la persistencia psicótica de toda esta cáfila de sacerdotisas del discurso políticamente correcto, sumada al pánico que a muchos causa la posibilidad de señalamiento y la pereza que provoca en general dar una batalla que se intuye larga y fatigosa, hace que en España a la hora de hablar y escribir vayan ganando los tontos. Pero no en todas partes pasa lo mismo. Es verdad que los franceses son muy suyos y que nunca miraron con cariño al sur de los Pirineos, especialmente después de lo de Bailén, pero no se les puede negar una envidiable capacidad de reacción ante la idiotez colectiva. En Francia no sólo es impensable la posibilidad de que el Himno Nacional o el Jefe de Estado sean objeto de menosprecio, sino que allí las ensoñaciones semánticas impuestas para satisfacer las aspiraciones ideológicas de las sobreactuadas de cuota no tienen cabida. El gobierno francés acaba de prohibir el uso de esta absurda derivación del lenguaje en todos los colegios franceses para proteger el idioma francés, emitiendo además una circular en la que sostiene que el llamado discurso inclusivo “constituye un obstáculo para la lectura y la comprensión de la escritura”. Pero déjenme que vaya un poco más lejos. Lo que persigue este cansino esfuerzo por obligarnos a trufar el lenguaje de zarandajas de género es formatear la mente del hablante, transformar su realidad y convertirlo en receptor acrítico de todo tipo de prescripciones e indicaciones. Se cambia la forma de hablar para moldear la forma de pensar. Creo que es crucial advertirlo para frenar desde la calma a los que, instalados en su propio delirio, pretenden volvernos locos a todos. Y a lo mejor estoy confundido, pero creo que hay más futuro y más igualdad en la creación de empleo que en la implantación de todas estas pamplinas sintácticas para idiotas e idiotos.
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