La espantada de don Adolfo

En un hecho inédito en la silla de San Indalecio, se ha ido con don Eduardo y el gato

Adolfo González Montes, obispo émerito de Almería, se ha ido a vivir a Madrid, tras veinte años.
Adolfo González Montes, obispo émerito de Almería, se ha ido a vivir a Madrid, tras veinte años.
Manuel León
22:32 • 28 dic. 2022

Mientras que el emérito romano agota su vida, nuestro emérito doméstico -don Adolfo- sale por piernas de la ciudad que ha sido suya durante veinte años. Se trata de un hecho tan inédito en la historia diocesana almeriense como inverosímil: un hombre -por muy obispo que sea no deja de ser un hombre- acumula dos décadas de su biografía, las de su madurez, en una tierra, y de pronto escapa de ella con su secretario don Eduardo y con el gato entre las manos sin despedirse de nadie (o de casi nadie); un hombre, icono de la diócesis, que ha celebrado miles de misas, que ha bendecido miles de frentes con la señal de la cruz en esta Almería nuestra, que ha procesionado por todas las calles, que ha bautizado, ha casado y ha enterrado a tanta feligresía urcitana, decide un día irse (o deciden por él), y se va como el pasajero anónimo de una estación anónima.



Es verdad que dos gallos no caben en un mismo corral, pero qué daño hacía don Adolfo en el Seminario. Uno comprende muchas veces que el clero es también de carne y hueso y que errare humanum est, pero se presupone que los doctores de la Iglesia, los aurigas de este catolicismo analógico, que no admite algo tan debatido y natural como la erradicación del celibato o la existencia de mujeres que oficien Misa, deben dar ejemplo de bondad, de concordia, de benevolencia, y comprobamos que no: que no hay ninguna diferencia entre las intrigas diocesanas y las de un ayuntamiento o las de una comunidad de vecinos. “Predicamos un evangelio que no cumplimos”, deberían empezar diciendo todos los prelados al subirse al púlpito de la Seo de Villalán, como los fariseos a los que tanto cuestionó Jesús de Nazaret en el Nuevo Testamento. Don Adolfo es oriundo de Salamanca, tierra  de bachilleres cervantinos, un estudioso, un Ratzinger acomodado a la vida almeriense. Su vileza ha sido estar más entre legajos que entre pucheros y amasar una hermosa deuda de más de veinte millones y por eso ha pagado siendo desautorizado por el propio Papa de Roma, aunque nunca se han publicados los datos de la auditoría de las cuentas diocesanas encargada a Deloitte por su sucesor Cantero: ¿Por qué no, don Antonio?  por encima de la ley de protección de datos, por encima de la supuesta caridad cristiana de no querer abochornar más al emérito charro sacando a relucir todas sus presuntas vergüenzas -qué más da una lanzada más- debe prevalecer siempre la montaña de la verdad y el derecho de muchos de sus fieles diocesanos, sus clientes, por los que usted se viste de púrpura, a que se abran puertas y ventanas para que corra el aire y que el verbo del pecado de González Montes se haga carne. La Iglesia almeriense no está en quiebra, eso lo sabe cualquier economista: los activos superan con creces al pasivo. Hay deuda, pero hay más patrimonio. Cuando se enajenen las tres o cuatro propiedades que han puesto a la venta y alguna más susceptible de ello, se habrán laminado los yerros de don Adolfo, el mitrado que vivió por encima de sus posibilidades, como tantos otros mitrados, como tantos otros hombres. 



Don Adolfo se ha autodesterrado para siempre en Madrid, en el barrio de Arturo Soria, cerca de la calle Añastro de la conferencia Episcopal, en un piso del 'Cuentame', en vísperas de Nochebuena, ya no volverá -"ni falta que hace", dirán algunos con más o menos razón- cuando él quería envejecer en esta ciudad a la que llegó hace 20 años. Qué trabajo costaba permitírselo. A veces hay más piedad azañista en un cura raso que en toda la curia.








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