Ir a provocar

A nuestros políticos deberían regalarles una vara de medir, pero no para darse lampreazos de vez en cuando, sino para descubrir que lo que vale para a también debe valer para b. Por ejemplo, si una manifestación reúne a similares personas en una ciudad no puede ser que por interés electoral las cifras descuadren no en unos cientos de individuos sino en un puñado de miles. 

Ocurre igual con los escraches, jarabe democrático según algunos, es decir, la jalea real recibida por nuestros dirigentes políticos para darse cuenta de las demandas del pueblo, que es la misma entelequia que la empleada por el ABC de Anson cuando decía en sus portadas que la opinión pública estaba escandalizada por esto o aquello. 

El más reciente de estos fenómenos ha sucedido en la Universidad Complutense, con Isabel Díaz Ayuso, de quien se ha dicho que fue a provocar. Lo cual recuerda a las trifulcas violentas que se forman en el País Vasco o en Cataluña cuando líderes constitucionalistas van a dar mítines a su electorado, por muy pequeño que sea, y los independentistas los acusan de provocación. 

Estos comportamientos demuestran el turbio concepto de la democracia de mucha gente en esos lugares, en los que una idea nueva es empujada a la picota apenas cruza su frontera. No, no van a provocar, sino a certificar que allí falta progreso y sobran descerebrados. Estos son los mismos que en Alabama hubiesen puesto el grito en el cielo cuando Rosa Parks se negó a levantarse de su asiento y desafió a los blancos. ¿Fue a provocar? No, simplemente puso dignidad en un sitio en el que reinaba la injusticia. Algunos confunden intencionadamente pueblo y democracia y echan a los perros a sus rivales al objeto de desacreditarlos. Pero se hacen un flaco favor a sí mismos: los derechos y libertades son la salvaguarda del sistema, el camino recto de la concordia en los países civilizados.