Dos imágenes han llamado la atención estos días. Corresponden a padres e hijos en situaciones diferentes. Una pertenece a la tragedia de Turquía y es el reencuentro de un hombre y su pequeño después de una semana sepultados en la incógnita. El otro momento representa el feliz reencuentro de Manuel Benítez El Cordobés y su hijo, el también torero Manuel Díaz El Cordobés después de cincuenta y cuatro años en la más absoluta distancia. Ambas instantáneas están cargadas de amor y de ternura.
La emocionante escena de Turquía pone los pelos de punta y nos recuerda la fragilidad del sapiens, el milagro de estar vivos en un mundo que no asegura certidumbres, aunque en Occidente nos empeñemos en exigirlas. Habitamos un planeta imprevisible e incierto en donde una catástrofe natural o una pandemia nos convierten en animales vulnerables. Por eso, cuando ese padre y su hijo se abrazan llorando adviertes rápidamente la fuerza inabarcable del amor, que es, al cabo, la razón de la existencia.
El diestro cordobés y su hijo, al que no reconoció como tal hasta hace poco tiempo, se vieron esta semana por vez primera en público. Si no han visto la fotografía búsquenla en internet y observen las caras de felicidad de ambos. El Cordobés hijo (cuya madre, por cierto, vive o ha vivido muchos años en Aguadulce: tuve amistad con una hermana del torero) proyecta la expresión máxima de la euforia. Siempre me cayó bien no sólo por su simpatía sino también por su honestidad: se viste por los pies y la propia fotografía nos confirma que ha logrado el sueño de su vida: abrazarse con su padre, al que tanto admiró y del que no quiso nunca nada material salvo el cariño del progenitor que no tuvo. Las dos imágenes, en fin, nos recuerdan en estos tiempos hostiles para el hombre la pureza de la relación entre un padre y un hijo.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/252382/pureza