Vengo titulando este artículo así porque la doctrina woke que nos invade en este surrealista siglo XXI está sacrificando la cordura en beneficio de una idiotez que nunca descansa. Los herederos del escritor Roald Dahl, autor de ‘Charlie y la fábrica de chocolate’, han decidido suprimir la palabra gordo de este maravilloso cuento, así como otras expresiones para ellos malsonantes. De modo que he llevado este adjetivo a la cabecera de mi columna como acto “subversivo” frente a la pujante estupidez que nos gobierna en Occidente.
Dice el periodista Juan Soto Ivars que el poder de los idiotas bebe de la cobardía de quienes no lo son. Ocurre en un mundo narcotizado por una panda de descerebrados que enarbola su verdad suprema y su moralidad sin tacha, situándonos a quienes no pensamos de la misma manera como personas de menor rango, como descastados.
Más allá de la idiotez, tras estos hechos anida una ideología triste y montaraz que nos acerca a los totalitarismos del pasado y a las distopías que han ido alumbrando libros, películas y series en los últimos tiempos. Tan sibilina es la manera de cambiar voluntades como fácil de llevarlas a efecto si la sociedad no se muestra levantisca ante su avance.
Vean, si no, la inquietante película alemana ‘La ola’, que refleja con intrigante realismo la capacidad de manipulación de las masas a través de mensajes que van percutiendo y moldeando el comportamiento de las personas. Se empieza por la censura de las palabras, la manipulación de la historia, el empleo trapacero de la propaganda o la transgresión de los hechos y se acaba deponiendo a la ciencia y a la razón para que su lugar sea ocupado por rigurosos activistas de las ciencias infusas, es decir, de creencias basadas en sentimentalismos y en el rechazo frontal a quienes han estudiado y de verdad saben. Y esto, sin duda, es lo mollar del asunto. Lo realmente gordo.
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