Luis Cortés
23:38 • 15 abr. 2012
El diálogo se establece en el capítulo XXI de la I parte de El Quijote. El caballero había impuesto un “áspero mandamiento de silencio” a Sancho, mandamiento que le había llevado a este a no expresar durante un tiempo algunos de sus pensamientos: «Se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se mal lograse». Por ello, solicita a su amo permiso para hablar, a lo que este contesta de esta guisa: «Dila y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo». Conociendo a Sancho, le aconseja que no se extienda más de lo estrictamente necesario, o sea que evite rodeos, que solo dificultan la comprensión.
Todos hemos de tener presente que ser conciso a la hora de hablar en público no solo es de agradecer por este, sino que nos evitará divagaciones aburridas y la consiguiente apatía de quienes nos oyen. Un discurso puede agotar un tema pero nunca a nuestro interlocutor. Nos pareció curioso que en un reciente encuentro con el mandatario venezolano Hugo Chávez, la presidenta argentina Cristina de Kirchner lo primero que agradeciera a su colega fuera la brevedad de su discurso, a la par que le recordó que su marido, anterior presidente argentino, siempre le decía al mandatario venezolano que “si hablaba mucho, le iba a tirar un vaso de agua”. En un libro de Merayo, sobre técnicas de comunicación oral, leí una frase atribuida a Foción, un general ateniense del siglo IV antes de Cristo, que ya prevenía sobre el defecto de salir por los cerros de Úbeda: «Los grandes habladores son como vasos vacíos, que hacen más ruido que los que están llenos». En consecuencia, primer consejo, sea breve y, sobre todo, no intente decir más cosas que las que caben en el tiempo de que disponga.
Este tema que hoy traemos aquí me lo ha avivado mi asistencia a un reciente congreso de lingüistas celebrado en Valencia. Intentaré explicar por qué. Uno de los requisitos que debían cumplir los comunicantes era hablar –aunque luego muchos leían- durante un máximo de veinte minutos y dejar diez para el debate. No sé si porque la brevedad exige precisión y esta obliga a una exigente preparación; no sé si porque el comunicante piensa que tiene tantas cosas -importantes- que decir que no puede dejar ninguna para otro momento, o no sé si por inexperiencia, lo cierto es que los presidentes de mesa nos vimos obligados en varias ocasiones a hacer llamadas al orden cronológico a tan -entregados- participantes. Cuando se producía la primera indicación, a los veinte minutos -o sea con el tiempo cumplido-, los hablantes –o lectores- lejos de aceptar que no habían ajustado el contenido y el tiempo y que no habían respetado el principio de la brevedad exigida, se lanzaban a la carrera. Y, a partir de ese momento, cometían un segundo error: hablar con una rapidez mayor y sin pausa alguna que diera variedad a la intensidad o volumen de su voz. Error sobre error: ni han sabido ser breves ni huir de la monotonía.
No se trata de hablar con lentitud, lo que produciría el desinterés del auditorio y una absurda pérdida del tiempo, sino de mezclar diferentes tonos (más rápidos, más pausados, según la parte del discurso). Hablar de esta manera permite hacer un buen uso de las pausas, de lo silencios, de los matices expresivos; y esto hará que el discurso sea algo más entendible, comunicativo y agradable. Por desgracia, es frecuente –principalmente debido al nerviosismo- tener la prisa como compañera de viaje, sobre todo si se acude más de lo aconsejable a lo que se lleva escrito. Nada bueno trae el hablar de manera acelerada, pues solo sirve para manifestar más claramente la intranquilidad. Por ello, entre los consejos prácticos que se suelen dar (nunca leer, siempre mirar al público, entonar de forma variada, etc.) nosotros hemos querido recordar estos dos: sea breve y tome un ritmo variado, para lo cual adecue ambos aspectos al tiempo de que dispone. Si le falla la medición, no olvide que antes de acelerar monótonamente el ritmo es conveniente saltarse alguna idea.
Todos hemos de tener presente que ser conciso a la hora de hablar en público no solo es de agradecer por este, sino que nos evitará divagaciones aburridas y la consiguiente apatía de quienes nos oyen. Un discurso puede agotar un tema pero nunca a nuestro interlocutor. Nos pareció curioso que en un reciente encuentro con el mandatario venezolano Hugo Chávez, la presidenta argentina Cristina de Kirchner lo primero que agradeciera a su colega fuera la brevedad de su discurso, a la par que le recordó que su marido, anterior presidente argentino, siempre le decía al mandatario venezolano que “si hablaba mucho, le iba a tirar un vaso de agua”. En un libro de Merayo, sobre técnicas de comunicación oral, leí una frase atribuida a Foción, un general ateniense del siglo IV antes de Cristo, que ya prevenía sobre el defecto de salir por los cerros de Úbeda: «Los grandes habladores son como vasos vacíos, que hacen más ruido que los que están llenos». En consecuencia, primer consejo, sea breve y, sobre todo, no intente decir más cosas que las que caben en el tiempo de que disponga.
Este tema que hoy traemos aquí me lo ha avivado mi asistencia a un reciente congreso de lingüistas celebrado en Valencia. Intentaré explicar por qué. Uno de los requisitos que debían cumplir los comunicantes era hablar –aunque luego muchos leían- durante un máximo de veinte minutos y dejar diez para el debate. No sé si porque la brevedad exige precisión y esta obliga a una exigente preparación; no sé si porque el comunicante piensa que tiene tantas cosas -importantes- que decir que no puede dejar ninguna para otro momento, o no sé si por inexperiencia, lo cierto es que los presidentes de mesa nos vimos obligados en varias ocasiones a hacer llamadas al orden cronológico a tan -entregados- participantes. Cuando se producía la primera indicación, a los veinte minutos -o sea con el tiempo cumplido-, los hablantes –o lectores- lejos de aceptar que no habían ajustado el contenido y el tiempo y que no habían respetado el principio de la brevedad exigida, se lanzaban a la carrera. Y, a partir de ese momento, cometían un segundo error: hablar con una rapidez mayor y sin pausa alguna que diera variedad a la intensidad o volumen de su voz. Error sobre error: ni han sabido ser breves ni huir de la monotonía.
No se trata de hablar con lentitud, lo que produciría el desinterés del auditorio y una absurda pérdida del tiempo, sino de mezclar diferentes tonos (más rápidos, más pausados, según la parte del discurso). Hablar de esta manera permite hacer un buen uso de las pausas, de lo silencios, de los matices expresivos; y esto hará que el discurso sea algo más entendible, comunicativo y agradable. Por desgracia, es frecuente –principalmente debido al nerviosismo- tener la prisa como compañera de viaje, sobre todo si se acude más de lo aconsejable a lo que se lleva escrito. Nada bueno trae el hablar de manera acelerada, pues solo sirve para manifestar más claramente la intranquilidad. Por ello, entre los consejos prácticos que se suelen dar (nunca leer, siempre mirar al público, entonar de forma variada, etc.) nosotros hemos querido recordar estos dos: sea breve y tome un ritmo variado, para lo cual adecue ambos aspectos al tiempo de que dispone. Si le falla la medición, no olvide que antes de acelerar monótonamente el ritmo es conveniente saltarse alguna idea.
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