La caída de los dioses

La caída de los dioses

Pedro Manuel de La Cruz
23:30 • 21 abr. 2012
Hace algunas temporadas coincidí en el palco del Mediterráneo con Iribar. Me acerqué a él con la admiración que un hincha ha sentido durante años hacia su ídolo.
-Quiero que sepas- le dije después de presentarme y presentarle mi devoción- que en una de mis cartas semanales escribí que “Iribar es dios y Manolo Sarabia su profeta”.
Me agradeció el gesto y creo (de un tipo tan serio como el chopo nunca se sabe lo que piensa), que la frase le hizo gracia.
Lo que no me pareció procedente decirle en aquel entorno es que, desde hacía años, aquella pasión que me desvelaba en algunas noches previas a partidos importantes para el Atlhetic y me desolaba cada vez que perdía, se trastocó en decepción. El sueño había acabado por acercarse a la ribera de la contradicción. La contradicción a la acera de la decepción. Y la decepción a la orilla del reproche.
El motivo fue la constatación, una tras otra y así hasta en 829 ocasiones, de que aquellos jugadores a los que idolatraba casi más allá del delirio (los que amaron el fútbol y a sus equipos en los tiempos de la infancia saben de lo que escribo) se diluían entre los pliegues invisibles de lo irrazonable. Nunca entendí y nunca entenderé cómo fue posible que aquellos que situaba en la magia de la ensoñación y cuyos nombres aprendí antes y mejor que la tabla periódica y la lista de los reyes godos no fueran capaces ni una sola vez, ni una sola, de mostrar su desacuerdo público por los centenares de vidas destrozadas por los asesinos de ETA.
El pasado fin de semana San Mamés enmudeció con el silencio y recordó con emoción la muerte, a consecuencia del impacto de una pelota de goma de la policía vasca, de Iñigo Cabacas, un hincha del Atlethic, en el transcurso de un tumulto en la noche en que celebraban la eliminación del Schalke 04.
Me pareció un homenaje sentido y la camiseta en su recuerdo, mostrada por los jugadores, un gesto propio de un club identificado con su afición. La investigación sobre las circunstancias en que se produjeron unos hechos con consecuencias tan dramáticamente irreversibles dictaminará en su día las responsabilidades a que haya lugar, pero la actitud de la familia Cabacas (solicitando, exigiendo, que no se utilizara políticamente su muerte; el homenaje de los jugadores y el silencio sonoro de La Catedral me parecen gestos elogiables todos y en la que todos estuvieron en su lugar. Nada justifica la muerte de un aficionado de 28 años.
Pero de igual modo (no; peor: por muchas más razones), nada justifica el silencio, tan sonoro como obsceno, con que esos mismos jugadores y quienes les precedieron y los centenares de miles de aficionados que durante tantos domingos llenaron las gradas de esa Catedral, respondieron ante cada uno de los 829 asesinatos cometidos por ETA. ¿Por qué callaron cuando los asesinos rompieron la vida de aquellos niños en el cuartel de Zaragoza? ¿Por qué cuando la barbarie de Hipercor en Barcelona? ¿No merecía Miguel Angel Blanco y todos y cada uno de los guardias civiles, policías, militares, empresarios, miembros de la judicatura, funcionarios, ciudadanos que pasaban por una calle en el momento en que explotaba una bomba o periodistas una camiseta blanca con su nombre en medio del verde inmaculado de San Mamés? ¿Por qué tanta infamia? ¿Por qué tanta impudicia? ¿Por qué, al cabo, tanta cobardía?
Escribir sobre ETA mil kilómetros al sur siempre resultó más cómodo que hacerlo en aquel infierno en el que el coste por la discrepancia podía esperarte con una bala en la recámara a la vuelta de la esquina. El miedo individual con DNI es personal e intransferible, pero el temor no encuentra asiento en una grada de cuarenta mil gargantas, la cobardía no tiene acomodo ni justificación en unos personajes blindados por una camiseta a la que nadie se atrevería manchar.
La vida te enseña que son muchas las cosas imposibles de entender. Pero también te hace aprender que los dioses tienen los pies de barro y que, al final, todos se te acaban cayendo.






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