Andrés García Ibáñez
23:40 • 04 may. 2012
La verdadera libertad es la que procede del pensamiento. Libertad para pensar por nuestra cuenta, libertad para pensar sobre lo que nos rodea y llegar a conclusiones propias, libertad para regular nuestra vida según nuestro criterio personal, y no el de otras personas o grupos. La libertad que nace de la reflexión personal, autónoma y no condicionada.
Dice José Luis Sampedro –intelectual que abandera este discurso por encima de todo- que la libertad es como una cometa; sólo vuela cuando está atada. Si la cometa esta tirada, sin cuerda, jamás volará; el viento la arrastrará por el suelo y nunca logrará elevarse. Pero si la atamos a una cuerda que sujetamos con firmeza, despegará y subirá tanto más cuanto más larga sea la cuerda. Y esa atadura, esa cuerda indispensable, no es otra cosa que la igualdad y la fraternidad. Igualdad para reconocer en el otro el mismo derecho al libre pensamiento, aunque sus conclusiones sean opuestas a las nuestras. Y fraternidad para reconocer a todos los seres humanos como miembros de la misma especie, con los mismos derechos y libertades.
Dice Sampedro que este concepto de libertad –asociado a la igualdad y la fraternidad universales- nacido en la Revolución francesa, es el más perfecto e insuperable de todos. La libertad personal solo es posible –y verdadera- cuando no entra en colisión con nuestros semejantes, con nuestro entorno. Libertad para escoger el rumbo de nuestra vida y respeto para reconocer en los demás el mismo derecho; derecho a pensar diferente y vivir de forma diferente. Dejar a los demás volar con libertad sin imponerles nada por la fuerza; esa es la base de toda tolerancia.
En el ocaso de la Ilustración y con los amaneceres del Romanticismo, la Europa de fines del XVIII acuñó los conceptos de la convivencia moderna. Unos conceptos que transitan ya, tempranamente, por los versos de la Oda a la Alegría de Schiller y a los que, poco más tarde –entre 1822 y 1824- Beethoven puso sonidos inmortales. Desde entonces, no pocos intelectuales, artistas y librepensadores han incidido en lo mismo. Con la contemporaneidad hemos ampliado el concepto de fraternidad y hemos reconocido al resto de criaturas y todo el medio físico como merecedores del mismo respeto, tolerancia y dedicación por su dignidad. La ecología ha venido a enriquecer una visión que, durante casi dos siglos, era exclusivamente antropológica. Tiempo es de clamar ante el poder y recordar, una vez más, que los deberes aún no están hechos.
Dice Sampedro que este concepto de libertad –asociado a la igualdad y la fraternidad universales- nacido en la Revolución francesa, es el más perfecto e insuperable de todos. La libertad personal solo es posible –y verdadera- cuando no entra en colisión con nuestros semejantes, con nuestro entorno. Libertad para escoger el rumbo de nuestra vida y respeto para reconocer en los demás el mismo derecho; derecho a pensar diferente y vivir de forma diferente. Dejar a los demás volar con libertad sin imponerles nada por la fuerza; esa es la base de toda tolerancia.
En el ocaso de la Ilustración y con los amaneceres del Romanticismo, la Europa de fines del XVIII acuñó los conceptos de la convivencia moderna. Unos conceptos que transitan ya, tempranamente, por los versos de la Oda a la Alegría de Schiller y a los que, poco más tarde –entre 1822 y 1824- Beethoven puso sonidos inmortales. Desde entonces, no pocos intelectuales, artistas y librepensadores han incidido en lo mismo. Con la contemporaneidad hemos ampliado el concepto de fraternidad y hemos reconocido al resto de criaturas y todo el medio físico como merecedores del mismo respeto, tolerancia y dedicación por su dignidad. La ecología ha venido a enriquecer una visión que, durante casi dos siglos, era exclusivamente antropológica. Tiempo es de clamar ante el poder y recordar, una vez más, que los deberes aún no están hechos.
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