Almería aún no tiene un modelo claro de ciudad. Algunos visitantes nos ven como una urbe rara, incapaz de reconocer sus valores artísticos, arquitectónicos y paisajísticos –únicos. Un espacio que vomita la inmundicia de su Rambla, en una lengua oscura de su mar. Y así recibe al visitante que desembarca por su muelle. Que permite romper la armonía de las construcciones tradicionales de la Almedina. Y lanza una llamada de socorro (en la memoria de Fermín Estrella) para que se mantengan las hermosas edificaciones de los siglos XIX y XX, de las que aún quedan rincones fascinantes, que se distinguen por su encanto y originalidad. Aquella Almería que aún no era la pobre, despersonalizada e imitadora de cualquier aberrante metrópoli.
Una visita a los barrios granadinos del Albayzín y el Sacromonte, nos muestra cuanto se puede hacer, cuando hay diseñado un modelo de ciudad que ama su arquitectura, su urbanismo, cualquiera de sus rincones y propicia el diálogo continuo desde sus casas, miradores, calles, placitas o restaurantes, con su primer monumento. Para ello se requiere un amor lúcido y voluntad de ennoblecer cada sitio. En Almería no acabamos de creer en nuestros barrios singulares –a los que traicionamos con golpes mortales; ámbitos imantados entre la fortaleza y las playas. La ciudad se perfila clasista e ignorante de sí misma; sin tacto para dignificar sus inmensas posibilidades turísticas, para el disfrute y la contemplación. El desprecio a quienes habitan los barrios históricos viene de lejos y no creemos en ellos, ni en su potencial cultural y turístico, capaz de transformar los espacios. Hay muchas ideas luminosas que agonizan, en una urbe signada por la opacidad. Las aspiraciones, proyectos de sus sitios históricos, hace décadas que la inutilidad política secuestró en los rincones donde mueren los sueños.
Una noche fabulosa de cante jondo, en el Auditorio Enrique Morente, del Sacromonte (con su fondo de escenario transparente a la Alhambra, iluminada con oros delicados) nos recuerda el sueño deseado del Auditorio en los altos del Mirador de Las Mellizas, en La Chanca, con vistas a la mar, a la ciudad antigua y a La Alcazaba, con sus luces doradas (o el escenario prodigioso, y desaprovechado, del Cerrillo del Hambre). Las Cuevas del barrio granadino, con su afluencia turística –de años- entre zambras, donde despunta algún deslumbre y, a veces, un sucedáneo de flamenco –pero, dando trabajo a cientos de personas- nos hace aguardar a que, toda la auténtica energía del flamenco en La Chanca (y en sus cuevas que esperan, aún cerradas, a toda iniciativa creadora y turística), puedan configurarse, pronto, como la Vida que Almería reclama a toda prisa.
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