La recepción y acogida en Madrid de las marchas mineras prestigia a la ciudad y ennoblece a sus habitantes. A sus autoridades, tan nada sensibles ni hospitalarias, las desprestigia absolutamente. Su adhesión partidaria (pero no solo sectaria, sino de casta) a quienes decretan la ruina irreversible de tantas comarcas y poblaciones de Asturias, de León, de Castilla, de Aragón, de Andalucía, las deslegitima, si no en el plano de la aritmética electoral, sí en el plano moral y en el de la indispensable sintonía afectiva y racional con sus compatriotas.
Los mineros acuden a Madrid con los pies reventados y con la esperanza de salvarse, de salvar sus pueblos, sus familias, su dignidad, el sentido de sus vidas, pero quienes les reciben, el pueblo bueno de Madrid, con aplausos, vítores y lágrimas, se salvan ya, sólo con este acto de amor y de buena crianza, del miedo y de sus consecuencias naturales, la sumisión y el aborregamiento. En esos mineros de tez cuarteada por el carbón, pero también curtida por el sol radiante que les ha acompañado en su viaje, sus anfitriones madrileños ven su propia necesidad de rebelarse contra el maltrato que el Gobierno de Rajoy dispensa a las víctimas del saqueo de España, del robo sistemático de sus recursos y de sus bienes comunes, por parte de una gentuza que sólo visita de refilón los juzgados, y eso en el mejor de los casos.
Salve, mineros, bienvenidos a Madrid, que hacéis mejor con vuestra presencia. Esa ciudad contiene enormes y crecientes bolsas de pobreza, legiones de parados sin esperanza, innumerables impedidos a los que se niega la atención, centenares de miles de trabajadores a quienes la Caja de Ahorros de su ciudad retiene su dinero y amenaza con apropiarse de una parte, y contiene también toneladas de hastío e indignación. Salve, mineros. Ese es, en tantos sentidos, el saludo que os cuadra, el que merecéis, el que interiormente brota en la ciudadanía a vuestro paso.
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