Los alcaldes y la prueba del algodón

Los alcaldes y la prueba del algodón

Pedro Manuel de La Cruz
23:47 • 21 jul. 2012

Durante la semana que hoy termina he tenido la oportunidad de compartir reflexiones con una decena de alcaldes almerienses. De levante y de poniente; de un partido, de otro o de ninguno; algunos con la experiencia que dan los años con la carga a cuestas, otros con la ilusionante excitación de quienes llegaron al cargo hace apenas doce meses.


Lo que he encontrado en todos ellos es un colosal sentido de la responsabilidad y una voluntad decidida por servir a sus municipios. Daba igual que fueran alcaldes de ciudades cercanas a los cien mil habitantes o de pueblos con apenas unos centenares de vecinos. La línea que les definía –y que los igualaba-era la cercanía a los problemas de sus pueblos y la lejanía de la quimera ideológica.


No ha sido una sorpresa. Ha sido la confirmación reiterada de un concepto aprendido en los últimos treinta años de observación de la vida municipal almeriense.




Desde la llegada de la democracia los alcaldes han conformado el eslabón más político (en la acepción más noble de la palabra) y menos ideológico de las diferentes estructuras de poder que configuran el Estado. Con excepciones, está bien, pero es en la administración local donde, quizá, más y mejor se ha hecho la Política con mayúsculas.


Sólo hace falta darse una vuelta por la provincia para contemplar cómo hemos cambiado.




Cuando llegue a Almería en la primavera tardía de 1979, el director de la revista “Almería Semanal”, Manuel Acién, tomó la decisión, tan afortunada para mí, de encargarme el seguimiento de la información que generaba la Diputación. Acabábamos de conocernos pero su procedencia ejidense y la mía albojense fue determinante para su decisión de que uno de pueblo se encargara de la información de los pueblos. 


Fue así como fui acercándome a una geografía hasta entonces casi desconocida y así fue como comencé a conocer a aquellos voluntariosos alcaldes que un día sí y otro también llegaban hasta la capital en la Alsina para pedirle al entonces- y siempre-presidente José Fernández Revuelta, el arreglo de una plaza, el asfaltado de una calle, el repello de la tapia del cementerio, las farolas que iluminarían una acera, la retroexcavadora que abriría una zanja por donde habría de ir enterrada la tubería que llevaría el “agua corriente” a las casas o el dinero con que pagar una pedriza con la que apuntalar un talud en un camino vecinal.




Ahora que las peticiones se revistan de la tibieza de una piscina climatizada o el sonido cultural de un espacio escénico aquellas peticiones se antojan de otros siglos y de otros tiempos. Pero son de casi antesdeayer.


Lo que confunde, o mejor dicho, la causa de esta confusión (¿Cómo se ha podido cambiar tanto en tan poco tiempo?) ha sido- y es- la cercanía a los problemas y la lejanía al partidismo de los alcaldes y concejales.


No es que no tengan ideología; es que, sobre ella, priman las ideas. El asfalto tiene el color negro del alquitrán; las farolas la neutralidad incolora de la luz que proyectan; las aceras el gris granito que las adecenta.


Los alcaldes entendieron pronto y bien esta filosofía y es la que-no en todos, pero si en la inmensa mayoría de los casos- singuen aplicando.


Por eso es justo que se les reconozca esa vocación en una época en la que los ciudadanos están más cerca de la indignación que del reconocimiento. Es verdad que la clase política forma parte de las causas de la situación por la que atravesamos, pero también lo es que no todos tienen la misma responsabilidad.


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