Últimas tardes con Carrillo

Últimas tardes con Carrillo

Pedro Manuel de La Cruz
01:00 • 23 sept. 2012

Hace años los Cursos de Verano de la Universidad de Almería propiciaron un encuentro con Santiago Carrillo en el que estuvimos presentes, como recoge el testimonio de la fotografía que ilustra esta carta, además de su mujer, Carmen, y algunos amigos, el que fue director de ABC, Francisco Giménez Alemán, Antonio Torres, director de RTVA en Almería, el abogado, escritor y director del Curso Fausto Romero y yo. A raíz de aquel encuentro publiqué una Carta que hoy vuelvo a reproducir porque, ahora que se ha producido su muerte, creo que dibuja algunos perfiles que pueden ayudar a completar el retrato de un personaje que ya es pasado y ha pasado a la Historia.


 


 




Siento por Santiago Carrillo un indisimulado afecto que nace en los -por tantos motivos-, irrepetibles setenta. En aquel tiempo, el caldo de cultivo sociológico propiciaba el maniqueismo de algarada que siempre provoca un fin de régimen. Héroes o villanos; mártires o verdugos; blanco o negro. La vida entonces se escribía en el monocolor sectario de las adhesiones inquebrantables o los repudios irreductibles. La pasión se imponía a la razón y la consigna ciega al argumento razonante. Con tales antecedentes no es de extrañar que quienes se situaban  a un lado de la batalla sacralizaran a los que compartían con ellos  trinchera, demonizando, con igual vehemencia, a los que, por obligación o vocación, se situaban en la otra orilla. 


Santiago Carrillo era ya un oscuro objeto de atracción santificado en las emisiones clandestinas de Radio Pirenaica o en los panfletos ciclostilados de Mundo Obrero y su perfil alcanzaba ya- por admiración o repudio- las cima de lo mítico; o casi. 




Nunca olvidaré su lección de patrioposibilismo en el Aula Magna de la facultad de Derecho de la Complutense. El PCE -en definitiva, él-, había decidido cambiar de bandera. Cuarenta años venerando la tricolor en el mejor pliegue del alma, y quienes entraron en el histórico recinto universitario abrazándola,  salieron habiéndola depositado en la galería irrenunciable de su memoria. Siempre seguí con atención -y ya desde el relativismo ideológico y el escepticismo político- su evolución. La mística había desaparecido, pero quedaba  la irresistible atracción de la inteligencia.


Entre la sutileza intelectual, a veces cínica, del carrillismo y el tardofalangismo épico mitad monje, mitad soldado, de Anguita , no había color. Convencidos de que quien se equivoca siempre es la realidad, no el partido, los comunistas tuvieron clara su decisión y arrinconaron al antiguo líder en  sus cuarteles de invierno. Mientras el viejo zorro de la política y las ideas meditaba, el califa les conducía, impasible el ademán, de victoria en victoria, hasta la derrota final.




Pasó el tiempo y un día la Universidad volvió a propiciar un encuentro inolvidable en los Cursos de Verano de Aguadulce. Los periodistas almerienses Francisco Giménez Alemán y Antonio Torres, el abogado Fausto Romero y yo tuvimos la suerte de compartir una sobremesa memorable con quien ya había entrado a formar parte de la Historia.


El viejo líder comunista continuaba consumiendo Peter Stuyvesant con la misma fruición de siempre, pero la pátina del tiempo le había abocado a la melancólica sinceridad de saberse absuelto por la Historia y abandonado por el rencor. Habló con tanto cariño -¿o fue amor?- de Adolfo Suárez que parecían dos camaradas de toda la vida. 


- Mirad- nos dijo- muchas tardes, cuando está bien, me llama; me invita a tomar café en su casa y hablamos durant


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