“Murieron, quizá, con los labios hinchados, arrebatados por una ola, dando besos a un hijo o un abrazo a una esposa, soñando con lo que pudo haber sido y no fue”. Acabé de leer la magnífica columna de Manuel León el pasado viernes en este periódico sobre lo que podían haber sido los últimos minutos en la vida de las mujeres y hombres ahogados esa madrugada en el mar de Alborán, y guiado por un impulso emocional recurrí y recorrí al excelente monólogo de Shylock, escrito entre 1594 y 1597 por Willian Shakespeare, en “El mercader de Venecia”.
“Es que un judío- preguntaba Shylock- no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones, ¿es que no se alimenta de la misma comida, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?, si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?
Cambien el origen judío del protagonista por el de africano de los náufragos en su última noche de desamparo y encontrarán que la transversalidad del dolor y la alegría, descrita por el dramaturgo inglés, sigue hoy tan viva y real como cuando pasó a la pluma desde su cerebro o desde su corazón hace más de cuatrocientos años.
Los seres humanos nos hemos despeñado en el error de reducir a cifras el horror. Hemos olvidado que detrás de todos y cada uno de los náufragos que el jueves encontraron su interminable noche oscura en la negrura de las aguas que ya son su tumba sólo queda un paisaje roto sin remedio; que el silencio desolador de su agonía se agotó en un desierto de afectos perdidos; que la soledad sonora de su desgarro inconsolable deja una ola de abrazos que ya no llegarán a ninguna playa.
Por eso resulta atroz e inhumano que haya quien asista a tanta y tan periódica desolación con la frialdad de quien contempla la escena como si de un fotograma se tratara.
Detrás de la imagen trágica del telediario que muestra el suceso no hay una estampa de ficción, está el río que desemboca en las aguas frías de la muerte; en la letra impresa del periódico que cuenta la tragedia no hay tinta, hay dolor y hay lágrimas, ya y para siempre inconsolables.
Almería es tierra de acogida. Y si nos sentimos orgullosos de nuestra agricultura, nuestras playas y nuestro mármol, también debemos compartir ese sentimiento con nuestra capacidad de acogida y nuestra voluntad de socorro. Nada humano nos ha sido ajeno (quizá porque también recorrimos hace décadas el mismo camino) y, a pesar de los errores y más allá de algunos comportamientos, los emigrantes encontraron en nuestros campos y en nuestros pueblos y ciudades el calor y el color que la vida les niega en las aldeas a las que una madrugada dijeron adiós buscando un amanecer menos gris para ellos y sus hijos.
Esta semana han sido decenas las vidas truncadas por el mar. Lo irremediable es que las olas volverán a azotar otras ilusiones en medio del desamparo de otras pateras a la deriva. El mar nunca descansa; tampoco la esperanza de quienes no quieren que sus hijos mueran de hambre, de los que no quieren sentirse condenados a la miseria, de quienes saben que al otro lado de la frontera existe una vida mejor.
Almería, España y Europa no pueden acoger a todos. Pero de todos depende que el principio de solidaridad llegue a aquellas aldeas de las que tantos salieron y a las que tantos ya no podrán volver nunca.
Quienes armados de demagogia cri
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