Si hay dos argumentos sobre los que la inmensa mayoría de los españoles se muestran coincidentes son, sin duda, el interés creciente por la Política y, en la otra cara de la misma moneda, el desprestigio imparable de quienes a ella se dedican. Las encuestas, todas las encuestas, muestran una reveladora coincidencia en este punto. Nunca se habló tanto de política y nunca provocaron los políticos un nivel mayor de desafecto en la ciudadanía. Las crisis no se traducen sólo en números; también acaban anegando a quienes se muestran incapaces de reconducirlas.
La pregunta inevitable, por tanto, es ¿Por qué se está produciendo este desprestigio de una clase política que, en gran medida, es la misma que contribuyó a gestionar los decenios de mayor crecimiento compartido en la historia de España? (Cuando analizamos a situación actual no deberíamos olvidar –nunca- que, en 30 años de Democracia, España ha progresado más que en 300 años de autoritarismo; lo recuerdo para que nadie se confunda y caiga en el error de añorar tiempos que, siempre y en todos los ámbitos, fueron peores).
¿Por qué, entonces, ese desafecto?
Hace unos años y cuando el desprestigio comenzada a dar sus primeros pasos, compartí esta misma reflexión con quien ocupaba entonces un cargo de delegado provincial de la Junta. Mi opinión entonces – y, ahora, con más motivos- era que la no existencia de limitación de mandatos inevitablemente acababa provocando en quienes ocupaban los cargos un sentimiento de pertenencia que les hacía perder la perspectiva de su transitoriedad, convirtiendo los partidos en empresas de colocación y a sus dirigentes en profesionales de la política ocupados, no en servir a los demás, sino en servir a quien los nombra, para así servirse a sí mismos cada fin de mes.
-Tú lo que quieres es que me vaya al paro-, me respondió con ironía.
Podría haberle respondido que era de dónde había salido antes de tener coche oficial y secretarias; no lo hice; pero seguro que fue consciente de que lo pensaba.
Porque en esas dos razones- la aspiración a considerar el cargo propiedad privada y la sumisión al jefe que los nombra- están dos de las grandes razones sobre las que se asienta la desafección creciente de ahora. La jerarquización política y, por tanto, la sumisión, ha llegado a un nivel tan contradictorio que el político no responde a quienes lo votaron dentro de una lista, sino al que lo incluyó dentro de ella. Esa circunstancia es la que les ha burocratizado, convirtiéndoles en instrumentos que obedecen a quien lo designó y no en personas que piensen en quienes les votaron.
La no limitación del tiempo de permanencia en un cargo público es otra de las razones que contribuye decididamente a esta deriva de desafecto. No es asumible que haya políticos que lleven ya varios decenios instalados en la nómina y el coche oficial.
La teoría americana impuesta a los presidentes considerando que lo que no han hecho en ocho años no lo van a hacer en cuatro más y que, en todo caso, en ese tiempo lo que pueden hacer es romper parte lo de realizado hasta entonces, no se aleja demasiado de la razón. Y, en todo caso, es preferible correr el riesgo de perder su capacidad antes que dejarles caer en la tentación de considerar el cargo de su exclusiva propiedad.
La historia de algunos cargos públicos en la provincia está tan llena de estos sentimientos de pertenencia que algunos destronados continúan sin comprender cómo su partido- PP o PSOE, igual da-, ha sido capaz de sobrevivir sin su pre
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