Me acaban de preguntar por enésima vez, al hacer unas obras en casa, “¿con IVA o sin IVA?”. Ayer, al pedir el ticket de la consumición en un bar, me dijeron que la máquina registradora estaba estropeada. Otro día sí me lo dieron, pero sin que figurase en él el NIF.
Esa es la pequeña corrupción cotidiana en nuestro país, de la que todos somos culpables, porque ¿quién no ha copiado en los exámenes, pedido el enchufe para un familiar o sisado un poco en la declaración de renta?
Lo malo es que, al producirse la bonanza económica de finales de los 80 —cuando, según el ministro Carlos Solchaga, España era “el país donde se hace dinero más rápidamente”—, ya no se trató de pequeñas sustracciones sino de un latrocinio a lo grande, donde participaron hasta el gobernador del Banco de España y el director general de la Guardia Civil.
Desde entonces, los partidos políticos —todos— han rivalizado en ver quién robaba más para pagar así unos gastos que excedían con creces a sus ingresos. Al socaire, claro, han medrado todo tipo de sinvergüenzas, de Bárcenas y de Urdangarines, sin que nos quejásemos de ello porque en época de vacas gordas esas cosas parecían no importar a nadie.
Ahora, ante el colosal tamaño del fraude y de la penuria colectiva, la gente está que trina y no le va a pasar ya una a los políticos trincones.
Bienvenida sea esta inevitable regeneración pública que se avecina y que va a mandar a la jubilación o al paro a gran parte de los políticos. Pero, si no aprovechamos esta magnífica ocasión para cambiar nuestros hábitos de corruptelas cotidianas, los políticos de ahora serán sustituidos por otros que lamentablemente acabarán por hacer lo mismo que éstos.
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