No sé qué sino linguístico y banquero ha hecho coincidir la palabra ejecución con el desahucio. El caso es que cuando va la autoridad con un marro de hierro abriendo puertas y echando a los inquilinos a la puta calle, hablan de “ejecución hipotecaria”. Pero, ojo al dato, los desahucios ya han provocado algunos suicidios, lo que en la mente de la gente pobre y desheredada significa que, por dignidad, es más honroso volarse uno mismo la tapa de los sesos que esperar a que le “ejecuten” en plena calle rodeado de cumplidores de la ley fría. “Dura lex sed lex”, dicen los juristas pero pocos han meditado en la solapada crueldad que esconde la ceremonia. La familia adquirió una vivienda en tiempos en que todavía se podía aspirar a algo. Han venido mal dadas: la familia tiene a todos sus miembros en paro. No puede pagar la hipoteca. El banco consulta a sus hombres del derecho. Se cruza aquí un problema humano y otro meramente financiero. La ejecución, qué trágico nombre, se impone. Llega la hora negra. La familia, generalmente sin saber adónde ir, amontona los enseres en cajas de cartón . Para el desahuciado bajar la escalera de la casa donde vivió tantos años debe ser un trasunto de la agonía, la hora crucial que reúne todos los recuerdos de nuestra vida. El pepelico de la policía en ese instante debe ser de lo más desagradable. Defenestrar tal vez al amigo con quien tantas veces fuiste a comer juntos hablando de fútbol y de novias.
No perdamos de vista que todas estas torturas especulativas existen en medio de un contexto alocado y capitalista tiene en estos momentos más de un millón de viviendas vacías a la espera de que lleguen los rusos o los chinos a comprarlas mitad de precio. Es normal que al pueblo llano se le abra el corazón ya que el gélido mundo de las finanzas está hecho de hielo. Y a veces los ciudadanos interrumpen la ejecución. El lema “sí podemos” se diría que es de otro mundo, tal y como andan las cosas.
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