Cada vez que hay elecciones en Italia regreso a aquella mañana en la que el calor tamizado del sol en una esquina de la redacción no pudo contener el escalofrío desolado de las lágrimas de Silvia Detti.
-No, no te preocupes director, no me pasa nada; es que me duele el alma ver cómo la mitad de mis compatriotas admiran a Berlusconi y la otra mitad sólo aspiran a ser como él-. Silvia era una joven del bellísimo pueblo de Arezzo, en la Toscana, que había elegido LA VOZ para hacer sus prácticas de periodismo.
Han pasado los años y nunca pensé entonces que aquella situación de desprestigio político en la que naufragaba Italia pudiera un día alcanzar nuestras orillas. Me equivoqué.
España es hoy un país que se acerca peligrosamente al precipicio político. La frecuencia frenética con que aparecen cada día nuevos casos de corrupción está desvelando una situación enquistada de la que nadie está a salvo. Del Rey hacia abajo demasiadas instituciones se encuentran corroídas por la pestilencia de la sospecha, el cinismo de la impostura o la presunción del delito.
Un país en el que en sólo una semana asistimos a las declaraciones ante el juez del yerno del Rey implicado en un presunto aprovechamiento de su posición para obtener millones de euros de fondos públicos; en la que leemos la palabrería morbosa de la “amiga entrañable” de Rey autoproclamándose casi ministra de Exteriores -asegura haber intervenido en “asuntos clasificados” por encargo del Gobierno que no puede desvelar-; en el que hemos vuelto a constatar que el PP no sólo no es capaz de explicar su relación con Bárcenas, sino que, además, no tiene ni la valentía de nombrarlo; en el que la secretaria general de este partido ofrece un espectáculo esperpéntico intentado explicar la inexplicable autoinculpándose de un presunto delito (qué otra cosa si no es la “simulación de un contrato laboral”) y sólo logra que su defendido, ofendido (¿habrá desprecio (o chantaje) mayor?), acabe llevándole ante los tribunales por despido improcedente; un país el que circulan en el mercado negro miles de informes de una agencia de detectives contratada para espiar a políticos de todos los partidos, a empresarios de todos de los balances y a famosos de todos los pelajes, sin que nadie explique quiénes son los responsables; un Parlamento en el que una facción del principal partido de la oposición rompe la disciplina de voto y se suma a las tesis independentistas sin que nadie ponga orden; en el que un procedimiento sobre el robo de millones de euros de los Eres se ha paralizado durante meses porque la juez cae enferma… un país sumido en este sumidero de despropósitos no puede continuar recorriendo el acantilado con una venda en los ojos.
No he aludido a la situación económica porque, pese a su extremada gravedad, su impacto es menor; no por su dramatismo (ahí están las cifras de paro, recortes, déficit o paralización de inversiones), sino por ser consecuencia, en gran medida, de la crisis institucional y de la incapacidad política para superarla. La crisis no la van a solucionar los políticos, o sólo los políticos; pero su actuación irresponsable puede acabar agravándola. Ha llegado, por tanto, el momento de exigir colectivamente las responsabilidades a que haya lugar.
Pero no sólo las que habrán de resolverse en sede judicial, sino las que son exigibles a una clase política que no está sabiendo estar a la altura de las circunstancias. Es verdad que los casos de corrupción, aunque transversales porque afectan a todos los partidos, no deben poner en duda la honorabilidad de la inmensa mayoría de los políticos, pero sí están avalando la veracidad del desaliento de Miquel Corleone en El Padrino III cuando afirma que cuanto más se sube a la cumbre mayor es el grado de corrupción. El ejemplo de Bárcenas (¿han reparado en su parecido estético con el Al Capone de Los intocables?), como el de Urdangarín, los Eres, el espionaje o los Pujol son tan reveladores que no merece más comentario.
Ante esta situación solo caben dos soluciones: aplicar una cirugía que erradique toda la podredumbre enquistada, cueste lo que cueste y a quien cueste, imponiendo la renuncia a todos –insisto, a todos- aquellos que, por acción u omisión, hayan estado vinculados a casos de corrupción; y, de otra parte, decidir y aplicar de forma inmediata la limitación de permanencia en cargos públicos para que a la política vayan los mejores y no los que no tienen a donde ir, confundiendo la elogiable vocación de servir a los demás con la impúdica obsesión de servirse sólo a si mismos.
Habrá que tomar más medidas, pero estas no admiten más dilación. O cambiamos el rumbo o asistiremos a una italianización de la política española que sólo conducirá al caos. Aún estamos a tiempo. Sólo hace falta que del Rey abajo todos sepan estar a la altura de las circunstancias.
De no hacerlo todos acabaremos lamentando haber vuelto a esa esquina de la historia de la política desprestigiada de la que tanto costó salir.
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