Son muchos los frentes de artificio los que desenfocan y distraen del problema de fondo que a todos nos aqueja, y sobre el que habría que centrar todos los esfuerzos.
No pasa un día sin que una alambicada chirigota desvíe la atención hacia el esperpento. Bien sea desde las más altas instancias del Estado hasta los “ministrines” de autonomías, cada jornada nos depara una estampa de gobernantes inútiles y falaces que solapan y ensordecen la labor de los pocos que aún trabajan con honradez y entusiasmo.
Ahora la mayor preocupación reside en el recorrido de la imputación de la infanta Cristina como elemento cooperante, conocedor, coadyuvante… de las actividades del consorte. Todo se dispone sobre un decorado aparentemente hostil en el que se disparan imputaciones de fogueo y efectos especiales que trasladen la sensación de vulnerabilidad del protagonista que, al final, aunque herido y magullado logra reponerse, libre de culpas, sanado y resarcido. De todas formas, esto de los mail deja un rastro indeleble para la percepción popular. Recuerden a Camps dirigiéndose al “bigotes” (te quiero un huevo), y otras cursiladas de Urdangarín (Duque “en-Palma-do”). Esto sí que destroza a una criatura; mucho más que las averías económicas y otras golfadas.
Los convulsos tiempos que vivimos imponen un nivel de exigencia intelectual y ejemplaridad que se traduzca en acciones coherentes y conducentes a la solución del problema; nunca, como está pasando, a la amplificación de la avería y al blindaje de la casta falsaria.
La reciente y exótica comparecencia de Griñán para insistir en la honradez del Gobierno andaluz con los ERE resulta insultante desde la perspectiva de evidencias y precedentes inapelables. Sólo una actuación judicial, responsable e independiente, puede terminar con esta trama de infame saqueo. Insistir en los detalles del discurso: contradicciones, mentiras y el desparpajo para sacudirse responsabilidades lo obvio por ejercicio conducente a la melancolía.
Desisto, por extenuación, en la reivindicación de la ejemplaridad en el ejercicio de la política. Pero he de insistir en la necesaria criba de estabilidad intelectual acorde con un estado de derecho.
Tener al enemigo en casa termina por ser insoportable.
Hace unos meses el alcalde de Villaverde del Rio (Sevilla), el comunista Santiago Jiménez, aseguró en Tolosa, invitado por una organización abertzale, que “estoy en las instituciones, no para afianzarlas, sino para desenmascararlas y destruirlas”. La actual consejera de Fomento y Vivienda, también comunista, calificó a la bandera de España como un “trapo de colores que daba lugar a tontos debates” durante una sesión plenaria en la Diputación de Córdoba; no obstante, este debate se suscitó por su inusitado interés para colocar la inconstitucional bandera republicana en el balcón principal de Capitulares de la corporación provincial cordobesa; y de ahí… a consejera de la Junta. Y, una vez instalada en la moqueta, le asalta la irrefrenable inquietud del “escrache”; o sea, que le apetece atentar contra dirigentes de otra ideología, asediando, agrediendo y haciendo la vida imposible a los que cree culpables, por juicio introspectivo, de desahucios y otras “injusticias” que, dicho sea de paso, pretenden resolver con medios y procedimientos opresivos de linchamiento pseudoterrorista.
Está claro que, en democracia, cualquiera puede alcanzar altas responsabilidades; pero cualquiera no implica que sea un cualquiera. Hay que exigir un mínimo de probada estabilidad emocional, exenta de odio preguerracivilista y enfermizo revanchismo. El desprecio por el símbolo de la unidad nacional y el apego al antisistema nunca pueden ser avales para alcanzar altas instancias del poder; salvo que Griñán, como bien sabe hacer, lo defienda con la cabeza bien alta… y la dignidad por los suelos.
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