Erase un señor sumamente bueno, sabio y poderoso que, de forma extraña, sin pareja, concibió un hijo y de él extrajo a una mujer, a los que ofreció un edén. Pese a que, como conocedor del futuro, sabía que -la iban a cagar-, les puso como condición que no se pasaran de la raya; pero, mira por dónde, cometieron la torpeza de desobedecerlo. El bondadoso padre montó en cólera, los desterró y los condenó junto a sus descendientes a tener que sudar para ganarse el pan y a sufrir calamidades. Tal rebote cogió el puntilloso padre, que no le bastó con que sus hijos se arrepintieran, sino que, para perdonarles, exigió que su otro hijo, el que tiene su misma esencia y la comparte con una tercera persona (más increíble aún), muriera torturado en pago de la deuda. Todo un ejemplo de amor paterno. No fue suficiente este sacrificio para saciar su ira, porque dos mil y pico años después, continúa castigando a los herederos de aquella torpe pareja, con azotes telúricos como seísmos, pandemias, sequías, inundaciones... y otros, inhumanos, como guerras, hambrunas, corrupción, paro, desahucios o incluso las -preferentes-.
Si resulta increíble este cuento, más lo es que tantos millones de personas lo crean. Pero lo impactante es la enorme cantidad de seres humanos que han muerto: unos, a manos de creyentes, por no creerlo y otros, a manos de no creyentes, por creerlo. Claro que esta creencia se ha mantenido viva gracias al perfecto funcionamiento de la -Internacional Transcendente-, organismo de los cuenta-cuentos oficiales, que, aprovechándose del miedo a lo desconocido, prometen premios paradisíacos a los creyentes y castigos infernales a los que no lo son. Se atribuyen la exclusiva para vender el salvoconducto a quien cumpla sus exigencias.
Por supuesto, circulan otros cuentos parecidos, cuyos seguidores tienen un comportamiento similar. No niego la buena voluntad a los creyentes de uno u otro cuento, pero, con mi mayor respeto, sí la razón.
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