Dan gusto estos días del libro en conexión con el despertar de la primavera. En casi todos los pueblos y ciudades se levantan los barracones. La gente acude a comprar y a que le firmen los escritores. Leer es una fiesta. Se regalan rosas con este motivo. Desde el paraninfo de la universidad Alcalá de Henares, el príncipe rodeado del gobierno de la nación y acompañado por las más ilustres personalidades procede a la solemne entrega del Premio Cervantes. Esta vez le ha correspondido a Caballero Bonald, y tanto él como sus glosadores han recordado al caballero de la triste figura con alabanzas a la poesía que rejuvenece el espíritu, alimento de esperanza y de vida. La verdad es que no sabríamos tirar para adelante en este mundo si no aparcáramos alguna vez el fragoroso tragín materialista que llevamos en busca de la pela para oir una música, mirar un cuadro, leer un poema. Estremece pensar que en pleno disfrute de las tecnologías aún quedan muchos millones de seres que no saben leer. No disponen de la belleza como tampoco disponen de agua: se mueren sin leer a Cervantes, a Beckett, a Borges. Y aquí llega el pero de siempre. ¿Qué clase de escritores debemos preferir para hacer un mundo más igualitario, los críticos o aquellos a quienes les importa un bledo la transformación de la sociedad? Se dirá que abriéndose al pasado o imaginando paisajes inéditos de literatura fantástica también podemos hacer felices a los hombres. Mas ¿cómo deshacer el nudo gordiano donde se genera la pobreza, la explotación y la injusticia? No es fácil salir de este dilema que durante siglos ha atenazado a muchos hombres de buena voluntad. Ha habido poetas a los que creíamos absortos mirando los colores del cielo; luego resultaron enormemente comprometidos como Juan Ramón Jiménez. Quizá leer sea de por sí revolucionario.
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