Veinte años después, cada vez son menos (pero todavía no son pocos) los almerienses que valoran la Universidad de Almería desde una percepción distorsionada de su realidad. Quizá sea un problema de hipermetropía social o tal vez sea miopía conceptual- el doctor Joaquín Fernández podría sacarnos de dudas -, pero la creación del campus de La Cañada es uno de los logros más importantes alcanzados por Almería en los últimos cien años.
Dos décadas constituyen apenas una siesta breve en la historia de cualquier proyecto, pero si transitamos por los veinte años de la UAL nos encontramos con un árbol sostenido por una raíz que garantiza su continuidad y produce ya miles de frutos (qué otra cosa si no son los 28.243 licenciados o diplomados que han salido de sus aulas).
Sin embargo aún permanece vivo entre demasiados almerienses el sabor a incertidumbre de la duda. Tienen la realidad académica tan cerca que no son capaces de verla en su dimensión justa y, a la par, la tienen tan lejos -muchos creen en el Más Allá porque conocen El Zapillo (La Cañada la sitúan en otro planeta)- que se les antoja una ampliación de aquel viejo colegio universitario de las caballerizas del cortijo Fischer. El tracoma dejó de ser un problema, pero la visión borrosamente contradictoria de lo que nos rodea sigue habitando entre nosotros.
Durante cien años los ingleses han sostenido con retórica futbolística que lo que determinaba si una población podía considerarse city o village era la división en que jugaba su equipo. El argumento mueve a la ironía, pero hasta casi ayer (¿Hoy también quizá?) no eran o son pocos los que hubiesen preferido un equipo en primera que una universidad en la provincia. Los ciudadanos somos víctimas de la urgencia. Es la atracción por lo efímero, la seducción luminosa pero breve de la llama.
Por el contrario la brasa vertebrada de un nuevo avance en la mejora y perfeccionamiento en la producción agrícola, la conquista por la piedra de un nuevo mercado o la clasificación de la UAL en el puesto 18 de las 48 universidades españolas públicas se perciben como situaciones circunstanciales cuando, estas sí, son existenciales porque de ellas y en ellas se basa el futuro de los almerienses; no en el puñado de meses que dura una temporada, sino durante decenios y siglos.
La Universidad celebra ahora sus primeros veinte años y lo hace con moderación y con prudencia. Está bien. Pero También debemos hacerlo con orgullo.
Está escrito que si ves a tres personas hablar y una lo hace bien de Sevilla, seguro que es sevillano; si otra habla mal de Sevilla, seguro que es un malagueño; y si la tercera habla mal de Almería, no lo dude: es un almeriense.
Con la Universidad demasiados se han abandonado al riesgo de caer en el eterno pecado de la baja autoestima y del placer, tan almeriense, del flagelo colectivo. Ha habido algunos responsables académicos que cuando han abandonado el puente de mando no han cultivado la elegancia del silencio exigible a quien fue pero ya no es.
Pero esa agua ya no mueve molino. Lo que ahora tiene que mover a la universidad es la búsqueda permanente de su adecuación al tiempo que vivimos y en ese camino todos deberíamos preguntarnos no solo que hace la Universidad por los almerienses, sino lo que hacen los almerienses por su universidad.
En la sociedad actual las victorias o las derrotas son siempre consecuencia del trabajo colectivo y la Universidad es tan importante para el futuro de la provincia que nadie puede eludir su responsabilidad.
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