-Si aquel mediodía de marzo Aznar os hubiera llamado a Moncloa para explicar al país, en una comparecencia pública y rodeado de todos los candidatos a la presidencia, lo que estaba sucediendo, ¿tú estarías ahora sentado ahí o serías el presidente del gobierno?
- Pedro, hay preguntas que no se deben hacer o, al menos, entiéndelo, yo no debo contestar.
Ahora que Aznar ha recuperado un efímero protagonismo por su ataque en Antena 3 a Rajoy he regresado a la conversación de aquella mañana del 8 de marzo de 2006 en la planta séptima de Génova 13. Rajoy se nos antojó a Fausto Romero y a mí (-Mariano, te veo triste- le soltó el siempre inteligente e imprudente Fausto,) un hombre rodeado de una soledad sonora atronada por la deslealtad.
Era verdad. Aquel día el líder de la oposición llevaba cuarenta y ocho horas soportando un nuevo ataque de fuego amigo por la guerrilla periodística que todavía no le había perdonado su inesperada derrota de dos años antes. No porque en aquellas elecciones creyeran en él y se sintieran defraudados- en el parqué mediático madrileño sólo importa la bolsa, las ideas no cotizan- sino porque, con la derrota, Rajoy había perdido, pero ellos también habían dejado de ganar las prebendas que esperaban con su victoria.
Por eso ahora no me ha sorprendido este nuevo ataque (otro más y esta vez sin intermediarios) de Aznar. En su egolatría el ex presidente continúa pensando que aquellas elecciones las perdió Rajoy y, en su delirio mesiánico (qué otra cosa si no fue meternos en una guerra para la que no había ni una sola razón y en la que ya han muerto más de cien mil civiles), todavía no se ha dado cuenta de que quien realmente las perdió fue él con su interesada obsesión por intentar liderar una situación dramática, no desde la responsabilidad, sino desde la obstinada manipulación de la verdad.
Si Aznar hubiera adaptado su discurso a la realidad asumiendo con honestidad la lógica confusión de aquellas horas, el PP no hubiera perdido las elecciones. No lo hizo (porque creyó que no le era rentable electoralmente) y todavía continúa instalado en la obstinación de no asumir que se equivocó y que, con su error, arrastró a todo el partido.
Pero ese rencor hacía Rajoy exculpándose así por la derrota no justifica por sí solo la descalificación última. La amargura del reproche la lleva cultivando desde que cayó en la cuenta de que, aunque su dedo había nombrado a Rajoy, el sucesor no estaba dispuesto a que nadie le moviera la mano.
Lo que le ha hecho incontrolar su posición no es ni la situación del país, ni la de su partido, ni su responsabilidad (tan torpemente exhibida: ¿quién le ha convencido de que su aportación puede ser imprescindible para salir de la crisis?). Lo que la ha provocado ha sido la catarata de noticias que le vinculan por acción u omisión al pudridero financiero de Bárcenas y Gurtel. El tesorero enriquecido y enriquecedor fue su hombre de confianza en los circuitos sobrecogedores del partido. Correa fue testigo de su yerno y financiador de aquella boda de la que ya han salido dieciocho imputados.
Para un político revestido de presuntuosa hidalguía, tanta podredumbre nacida en su entorno debe enfrentarle con una realidad estremecedora. Pero ya lo cantó Serrat: no es amarga la verdad, lo que no tiene es remedio.
Y él lo que quería era que el remedio se lo dieran en forma de adhesión y fervor inquebrantables quienes ahora dirigen su partido. Rajoy y Cospedal (y con ellos toda la cúpula) no se han atrevido en los últimos meses a poner en público la mano en el fuego por nadie- la puso el ahora presidente por Bárcenas en 2009 y se le abrasó- y esto es algo que el ex presidente no soporta. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me han abandonado?”, se preguntará ante el silencio con que responden quienes él llevó a la tierra prometida del poder.
Aznar podría haber hecho sus críticas a la política del gobierno- tan justificadas en tantos casos- en el seno de su partido. No lo hizo así y optó por el ataque televisivo cuando sabía, bien que sabía, que el formato elegido era el menos propicio para que le hiciera caso su destinatario. Si Rajoy responde con sumisión al dictado habría traspasado el umbral de salida; no lo hizo; al ataque respondió con el desprecio del desdén y eso le fortaleció. Nadie cambia de caballo a mitad de la carrera y menos porque alguien se lo ordene desde la comodidad de un asiento en la tribuna del hipódromo.
Cuando Aznar decidió, con elogiable criterio, no permanecer más de dos legislaturas en la presidencia del gobierno renunció con generosidad a la posibilidad del poder, pero no a la seducción irresistible de la influencia. Su drama es que ahora no tiene ni el uno ni la otra.
Y eso no se lo perdona a quien se lo ha quitado. Es el riesgo de creerse dios cuando sus apóstoles no le conceden esa condición.
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