De vez en cuando la vida te visita un atardecer y deja en el aire un gesto en ese camino conmovedor que viene de la felicidad y va a la emoción. Es lo que le ocurrió a Ambrosio Sánchez en la tarde del viernes cuando tuvo que agarrarse al Escudo de Oro que el alcalde le acababa de imponer para no caer abrumado por la agradecida sinceridad de un Auditorio que le aplaudía puesto en pie.
A Ambrosio Sánchez le descubrí aquel mediodía en que se acercó a la antigua redacción de Monserrat para llevar sus folios garabateados de cifras y letras. El llevaba ya casi diez años haciendo cada día aquella peregrinación y yo acababa de llegar como redactor jefe. Me sorprendió, en la limpieza de su mirada, el velo sutilmente acuoso de la pasión con la que hablaba de los resultados de sus chicos y chicas del deporte base. Desde las alturas del baloncesto a las profundidades de la pesca submarina, Ambrosio recorría las pistas de voleibol, el asfalto de los rallies, el parqué de la esgrima, el green del golf, el tartán del atletismo, los caminos del cross, la tierra de la petanca y el cielo de la colombicultura…y el afán de superación de todos los deportes en los que participaban almerienses con minusvalías físicas y síquicas, con el mismo entusiasmo que sus compañeros de redacción escribían del último penalti robado (siempre robado) contra el que habían clamado miles de gargantas en el Franco Navarro. Nada deportivamente humano le era ajeno.
Al gran Ambrosio lo encontré años después en un campeonato infantil de campo a través en la frialdad de aquella mañana temprana en las pistas improvisadas que horas antes se habían dibujado entre el aeropuerto y el mar. El no me vio a mí, pero yo sí lo vi a él. Estaba allí, con su entusiasmo a cuestas, antes de que los padres y corredores nos desperezáramos. Desde la lejanía observé cómo saludaba a muchos de los corredores y cómo casi todos conocían a aquel tipo al que su altura les debía parecer interminable. Llevaba una pequeña cámara de fotos y un gran corazón y fue entonces cuando caí en la cuenta de que lo que les contagiaba de interés para agruparse ante el objetivo, no era sólo el salir al día siguiente en el periódico de sus padres, sino la satisfacción de sentirse protagonistas ante la mirada que se escondía detrás del visor. No eran niños o niñas de primaria. Eran protagonistas de la gran carrera de su vida.
La infancia está llena de competiciones eternas que sólo duran una tarde. Nadie olvida aquel gol en un partido de barrio; el día que nos sentimos grandes porque miramos a la cara a una cesta de baloncesto; el recreo en el que saltamos por primera vez el plinto.
Ambrosio ha eternizado la brevedad de ese instante porque la hizo fotograma y luego papel para que habitara desde entonces y para siempre en las páginas de LA VOZ.
El viernes recogió el aplauso de sus niños de ayer y de hoy. Por su dedicación al deporte base. Por el cariño que ha derramado y derrama y derramará por canchas y escenarios deportivos. Pero sobre todo porque, como dijo el alcalde en unas palabras de incuestionable sinceridad, Ambrosio es la única persona que hemos conocido que nunca ha hablado mal de nadie y de la que, también, nunca nadie ha hablado mal.
Su lenguaje atropellado nunca, nunca, ha perdido un segundo en censurar. Es tanta la pasión que pone que su corazón y su cerebro se adelantan a sus palabras. Por eso el viernes apenas pudo dar las gracias. No hizo falta.
Ambrosio, el gran Ambrosio, en su emocionada bondad no se dio cuenta que quien tenía que dar las gracias no era él; quien daba, quienes le dábamos las gracias, éramos todos los que allí estábamos. Por su dedicación, por su entrega y por su amistad; sobre todo por su amistad.
El Escudo de Oro de la ciudad y el premio al Mejor Deportista son un punto y seguido. Ambrosio continuará escribiendo cada día en su periódico y lo hará con la misma sencillez con que siempre se hacen las grandes cosas.
Los almerienses que le hicieron feliz en la clausura de los Juegos Deportivos Municipales cumplieron con el mandamiento de la gratitud de abrazar a un hombre que sólo sabe dar abrazos porque descubrió al nacer que la suciedad puede estar en las calles pero no en los corazones.
Una actitud que no vale para lograr el mejor gol ni el mejor triple, pero que sí es imprescindible para ganar el mejor trofeo: El querer y el que te quieran.
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