Los almerienses tenemos una atracción irresistible por el gótico siderometalúrgico tardío. La polémica que rodeó al Cable Inglés, la lánguida melancolía por los viejos railes por donde pasaba el tren del Almanzora mientras sonaban los violines de otoño en unas estaciones que nadie utilizaba, o la resistencia frente al desembarco de grúas y sierras para demoler el almacén de mineral son pruebas evidentes de esa atracción fatal.
Es evidente que no todas estas situaciones pueden ser valoradas desde una misma posición, ya sea a favor o en contra de su mantenimiento o derribo. La valoración arquitectónica, la simbología histórica, o su contribución al desarrollo futuro no sólo son distintas en los tres casos, sino que, en algunos, puede llegar a ser contradictoria.
El Cable Inglés simboliza un referente histórico al ser la máxima expresión plástica de la Almería minera y exportadora; su estructura arquitectónica lo sitúa en la escuela de Eiffel y su vinculación con el paisaje no perturba la trama urbana, sino que la embellece.
Circunstancias todas ellas que no pueden aplicarse al gran silo del mineral. Su cajón no reúne ningún valor histórico ni estético, entorpece (y afea, porque mira que es feo) la estructura urbanística de una zona llamada a ser un centro neurálgico de la ciudad y la búsqueda de una utilidad social saldría tan cara que resultaría un disparate. El amor en los tiempos del cólera fue una bellísima ensoñación literaria; los sueños en los tiempos de crisis unas quimera condenada a la melancolía del fracaso.
Porque, sin entrar en valorar la legalidad o no de una expropiación del silo a sus legítimos propietarios y, por tanto, del resarcimiento económico a que hubiera lugar (insisto: si la ley lo permitiera) tras un acuerdo que se antoja difícil entre las partes, la pregunta inmediata es ¿qué administración está en condiciones de aportar decenas de millones para adecuar su estructura a un uso que nadie sabe cuál debería ser?
Es verdad que hay voces (muchas de ellas recogidas en la pluralidad de este periódico) que han apoyado que en su interior se diseñe un gran centro cultural que dinamizara y enriqueciera la oferta de la capital en un segmento tan importante para la vida de los ciudadanos. La aspiración es legítima, pero no lógica, porque ese gran centro sociocultural al que aspiran podría levantarse en otro espacio de la ciudad con un coste infinitamente menor, sin las limitaciones estructurales de una edificación ya realizada y sin la obligatoriedad de perpetuar una estética de campo de concentración coronado de planchas de metal.
Según las previsiones económicas contempladas en el plan especial del soterramiento, con la operación del Toblerone, la Sociedad para la Alta Velocidad en Almería va a enriquecer su patrimonio con la disponibilidad de 60.000 metros cuadrados que generarán unas plusvalías de alrededor de 90 millones de euros, que deberán ir destinados a financiar el soterramiento; de forma casi inmediata desaparece una barrera arquitectónica entre el centro y la playa a través de dos nuevos viales que unirán la carretera de Sierra Alhamilla con Cabo de Gata; se posibilita la construcción de tres edificios con capacidad para 730 viviendas que, nos gustarán o no, pero, de una forma u otra, también contribuirán a financiar el soterramiento: no hay que olvidar que los propietarios del suelo deben aportar quince millones a la sociedad Almería Alta Velocidad. El solar del actual silo será cruzado en el futuro por tres viales de 20 metros de ancho que ayudarán a la movilidad de la zona.
La calidez y ardor sentimental que argumentan los que aspiran a su mantenimiento no se conjuga bien con la frialdad de los datos que defienden quienes apuestan por su demolición, pero esa es la realidad.
Si el Cable Inglés lleva años varado en la incapacidad de una administración que no encuentra ideas ni fondos para su rehabilitación (siendo una estructura arquitectónica de valor que embellece la ciudad) espanta pensar lo que supondría desandar los acuerdos plenarios adoptados, iniciar un proceso de expropiación de extremada dificultad jurídico-administrativa, satisfacer los costes indemnizatorios a que hubiera lugar, diseñar un proyecto a satisfacción de todos dentro del antiguo almacén y, por último, buscar las decenas de millones que costaría su puesta a disposición de los ciudadanos.
Soñar no cuesta nada. Hacer realidad algunos sueños, sí. Y lo que es peor: algunos pueden acabar en pesadillas interminables.
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Pedro Manuel de la Cruz